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Baloncesto para romper esquemas y fronteras

«Nosotras pensábamos que nuestros límites eran el campo o Beirut, pero hemos podido visitar otros países» «El deporte nos da poder»

Algunas de las jóvenes practicando lanzamientos a canasta. Germán Caballero

Amina tiene 18 años, es refugiada palestina y vive en Beirut junto al campo de refugiados de Shatila. Lana, también palestina, tiene 17 años y vive en el campo de refugiados Mar Elias. Noha por su parte tiene 19 años y también es refugiada palestina. Todas ellas tienen algo en común además de su procedencia y condición: su pasión por el baloncesto.

Las tres juegan en el modesto Palestinian Youth FC Basketball Team, nacido en 2012 de la mano del entrenador Majdi Majzoub, también refugiado palestino. Majzoub pensó en crear un equipo femenino que ayudara a las jóvenes a desarrollar su independencia: «Al principio algunas familias no les dejaban venir pero como vieron que era positivo cambiaron de opinión. El deporte puede cambiar la sociedad, todo el mundo respeta el deporte», cuenta el entrenador.

En los campos de refugiados en Líbano, donde la tradición pesa mucho, que una mujer joven juegue al baloncesto no es lo más habitual. Según Amina, «algunas chicas solo van de la escuela a casa y piensan unicamente en casarse y tener niños. Pero nosotras pensamos que hay más cosas que hacer. Hay mucho más en la vida. Tienes que ser una mujer independiente, no dependiente. El deporte nos da poder».

Jóvenes refugiadas palestinas y sirias (aunque no discriminan nacionalidades, también admiten a mujeres de otros lugares, como Líbano o Senegal) entrenan en una cancha cercana al campo para personas refugiadas de Shatila varias tardes a la semana. Para Noha, el equipo es una oportunidad: «No es fácil jugar en un equipo libanés porque somos palestinas y tenemos que pagar mucho dinero que no tenemos. Jugar en este equipo es gratis».

El hecho de que la pista se ubique fuera del campo no es algo casual. «No hay espacio para jugar dentro de los campos. Están masificados y las calles son muy estrechas», relata Lana.

Todas ellas viven o hacen sus vidas en campos de refugiados establecidos entre finales de los años 40 y principios de los 50 del siglo pasado en Beirut para acoger a los palestinos que fueron expulsados de sus tierras por Israel en 1948 y a los que se les niega el derecho al retorno, reconocido por la resolución 194 de la ONU.

Estos campos son espacios conformados por un urbanismo de supervivencia, con infraestructuras obsoletas, calles estrechas y un caótico y peligroso tendido eléctrico a la altura de la cabeza. Pero lo que más complica la vida de sus habitantes es la masificación tras la llegada de miles de personas refugiadas sirias en los últimos años.

En los campos no hay espacio para tener ninguna instalación deportiva o zona de juegos. En el de Shatila viven entre 10.000 y 20.000 personas en un espacio pensado originalmente para 3.000.

La vida en el campo es complicada. Nacer allí implica crecer en una precariedad absoluta con una falta de oportunidades que impide el normal desarrollo de niños y niñas. La escolarización es lo único que está garantizado. Y también la única herramienta para intentar salir del campo. Aunque las autoridades libanesas no lo ponen fácil: los palestinos tienen vetadas 75 profesiones y requieren un permiso de trabajo que muchos no pueden pagar. Para la comunidad siria aún es peor: no tienen reconocida su condición de personas refugiadas y oficialmente solo pueden trabajar en la agricultura, la construcción o en el sector de la limpieza.

Para Amina, «vivir en el campo es difícil pero también es bonito. Hay basura por todas partes y la electricidad cuelga justo encima de tu cabeza, es muy peligroso. Pero todos nos conocemos y nos ayudamos, es como vivir en un pueblo dentro de la ciudad».

El equipo también les ha permitido romper fronteras al hacer intercambios con equipos de Cork y Bilbao y viajar, algo impensable para las personas refugiadas palestinas en Líbano que tienen limitado su derecho de movimiento. «Nosotras pensábamos que nuestros límites eran el campo y Beirut. Somos refugiadas y no podemos salir de Líbano, pero hemos podido visitar otros países», afirma una jugadora.

Los valores del deporte ayudan a a crear fuertes vínculos entre ellas. Noha comenta que «el equipo representa para mí una familia. Me gusta formar parte, nos ayuda a ser chicas más fuertes». A Amina, el baloncesto le ha enseñado a trabajar en equipo y a compartir: «No hay odio entre nosotras y si tenemos un problema externo, lo resolvemos entre todas».

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