El interminable confinamiento al que llevamos sometidos desde hace varios días se vio sacudido en la medianoche del domingo al lunes por una noticia triste, el adiós de Martín Labarta. Llevó el partido de su vida hasta infinitas prórrogas, salvando malos momentos, reponiéndose, abriendo incluso la puerta a la esperanza, pero al final se escurrió todo y dejó a la familia del Valencia Basket helada, en silencio.

Martín era una persona entrañable. Delegado arbitral del club durante casi 30 años era un hombre infatigable, recto y sobre todo responsable en su labor. Tuve la oportunidad de conocerle en un viaje a Vitoria. Era el primero que hacía como periodista. Desde ese día se creó un vínculo, que como el resto de compañeros de profesión que conozco y han compartido la información del baloncesto, ha sido la tónica común. Estricto en el horario, Martín Labarta te empujaba prácticamente de la mesa cuando quedaban tres horas para que comenzara un partido. Siempre había que llegar antes del equipo. Su café y el pitillo no podían faltar, era el síntoma de que ya estaba tranquilo, estaba ya en el sitio.

Hombre de costumbres, viajar con él en coche era sinónimo de saber en qué estación de servicio ibas a parar a desayunar, comer o cenar, porque siempre eran las mismas. No había opción. Como buen maño, era innegociable. Su generosidad era grande. Nunca te dejaba solo, y si te quedabas el último acabando una crónica, o recogiendo los trastos de la radio con un pabellón ya apagándose, te esperaba.

Fiel a la carretera, los aviones no iban con él. Poco le importaba viajar a Valladolid, Lugo, Sevilla, León o Málaga en su Volkswagen. Decía que en compañía se hacía corto cualquier viaje. Su esposa, doña Rosa, era su más fiel compañera de viaje. En su coche siempre había un asiento para ti. En Moscú, sufrió como el que más cuando un taxi pilló un atasco antes de un partido contra el Khimki. Ese día Martín era el delegado porque Alfonso Castilla no pudo viajar. Con las actas en la mano sufrió como el que más hasta que llegamos a tiempo. En pleno fervor me comentó, otra vez no me pasa. En mi coche hubiera llegado antes. No era un mensaje al aire. Era real porque viajaba hasta el fin del mundo con su Valencia Basket.

Su trabajo como delegado arbitral fue intachable y de ahí que un colectivo acostumbrado a recibir críticas sólo haya tenido muestras de cariño hacia Martín. Raro era el partido, que volviendo a casa, no comentabas una mala actuación de Hierrezuelo o Martín Bertrán. Martín decía que podían haber cometido errores, pero que eran humanos, que no justificáramos una derrota en ellos.

Sus alegrías se las dio el Valencia Basket con los siete títulos que vivió de cerca, al lado del banquillo, en la pista, donde siempre estaba. Pese a que el club de su corazón era el mítico CAI, el Valencia Basket era el equipo por el que se dejó la piel en la carretera, le entregó incontables horas y amó como el que más. Dirigentes, entrenadores, jugadores o empleados fueron testigos de ello temporada tras temporada, año tras año. Martín siempre se dirigía a todos igual, sin importar si enfrente estaba un jugador internacional y consagrado o uno que estaba empezando. Para él todos eran los mismos.

Hasta siempre, te has ido siendo el mejor. La crisis del coronavirus no permitirá rendirle el tributo que te mereces, pero cuando todo se restablezca se hará. Y allí estaremos.