Las emociones son una válvula de escape en estos tiempos convulsos. Su recuerdo, la huella que dejan en las personas después de sentirlas, es una virtud con la que se ha podido engañar al tiempo durante este confinamiento. Del mismo modo que se ha podido hacer con la lectura de novelas, el visionado de películas o una simple conversación que recuerde que hace 365 días el Valencia C. F. fue campeón de la Copa del Rey.

Sábado 25 de mayo de 2019, Sevilla. Casi a principios de verano, la patria del beticismo se convirtió en la capital valenciana por un día. El tiempo de ese sábado amaneció diferente al resto de sábados porque no latía con la misma velocidad. El ambiente por sí mismo es distinto en la ciudad de Hispalis, pero ese día radiante y soleado tenía otro color. Las horas pasaban a ritmo de seguiriya, como a paso procesional de Semana Santa, para saborear un día tan trasparente como los mares de Sorolla.

Muchos valencianistas, desde primera hora de la mañana, recién aterrizados y casi sin dormir, estaban desparramados como un hormiguero por la ciudad que fue puerto de Indias en tiempos de los Austrias. El barrio de Santa Cruz, abrazado por ese perfume embriagador del jazmín y el reflejo luminoso de las encaladas paredes de sus casas, había albergado en sus fondas a centenares de valencianos que se despertaron con cánticos valencianistas, una banda sonora que no se apagó hasta que el trofeo despegó de Sevilla camino de Mestalla. La emoción bullía desde primera hora de la mañana.

Zigzaguear por ese histórico enclave, presidido por la altura barroca de la Giralda, era como pasear por València un 9 d'Octubre, una marea de camisetas con la senyera acompañada del color blanquinegro de otras equipaciones que producían imágenes de confianza para los aficionados que se habían desplazado hasta allí. Los naranjos de sus hermosas plazas y callejuelas también abonaban esa esencia valenciana que allí se respiraba. En definitiva, Sevilla era una gran familia de valencianistas. Y eso, después de 650 kilómetros, también emocionaba.

El esplendor del centenario, la ilusión de volver a una final once años después y la idea global de arrebatarle el título al Barcelona de Messi formaban parte de la memoria colectiva de las 23.000 personas que se habían concentrado. Por su parte, los aficionados al Barcelona pedían permiso para sentarse en las mismas terrazas que los valencianistas a desayunar esos huevos fritos con patatas y jamón de bellota que son típicos allí.

La plazuela de Santa Marta, el patio de Banderas, la calle Agua o el parque de María Luisa formaban una telaraña de aficionados, una marabunta de valencianistas que la noche de antes, después de cenar el piripi y la pringá en la Bodeguita Antonio Romero, ya pusieron la primera piedra de la final. Ese viernes, el actor Enrique Arce encabezó cánticos y poesías que emocionaron a la afición en un abarrotado Paseo de Cristóbal Colón, donde la estatua de Curro Romero y Pepe Luis Vázquez vigilan la majestuosidad de la Maestranza. El ambiente fue como estar en Mestalla.

El nerviosismo del 25 de mayo se calmó en la Fan Zone que había habilitado el club. Algunos se dedicaban a disfrutar con Chimo Bayo sin la necesidad de motivarse continuamente con la idea de ganar porque estar en Sevilla ese año del centenario ya era una victoria.

Los aledaños del estadio se conquistaron desde el mediodía. Tracas, cánticos y bufandas se hicieron presente sin respiro hasta la llegada del autobús al campo. La traca final de las emociones se prendió tras atravesar las puertas del Benito Villamarín, un mundo onírico de amigos, tensión, goles y abrazos.

Cuando sonó el pitido final, los ojos de muchos quedaron arrasados por lágrimas. En otros, la garganta, con un nudo por la emoción, quedó ronca un par de semanas después por los cánticos pero la plenitud y la independencia de aquel momento fue único porque aquella final se convirtió en el mapa del mundo para los valencianistas y la copa levantada por Parejo, en el símbolo del centenario.

La memoria no solo es una inmersión en el pasado para acordarse de los familiares que te transmitieron la afición por el Valencia, sino que es el recuerdo colectivo de la historia, de donde uno participa y es testigo. Cuando volvimos de Sevilla, fuimos a la librería a por la La balada del Bar Torino, de Rafa Lahuerta y publicado por Drassana Llibres, porque recordar es una forma de vivir la vida sin descanso para explorar los límites insondables y desmedidos de los sueños.