El gendarme se coloca en el centro de la calzada, en la parte final del corto descenso de la cota de Saint Vincent de Barrès, a 16 kilómetros de la meta de Privas. Corpulento, da el alto al vehículo acreditado que circula sin superar los 80 kilómetros por hora permitidos. «Doucement» (suavemente) dice. Pero obliga a bajar la ventanilla. Y se dirige al conductor sin mascarilla. Por no llevarla ni la exhibe en el brazo o por debajo de la nariz en lo que ya parece que se ha convertido en una costumbre local.

La mascarilla desde el 1 de septiembre es obligatoria en cualquier espacio cerrado o abierto en todo el territorio francés. Pero parece que solo sea la organización del Tour la que esté verdaderamente concienciada -se juega reputación y la carrera si hay un rebrote- en el uso de la protección.

Bronca a una espectadora

Este año se ha creado la figura de los agentes de seguridad del Tour. Visten de negro y se encargan, como por ejemplo sucedió bajo la pancarta del esprint intermedio de L'Épine, en llamar la atención a una señora que pretendía esperar la llegada de los ciclistas a cara descubierta. Parece, realmente, que haya mucha gente que no ha tomado conciencia y cree que la pandemia, igual de agresiva en Francia que en otras partes, no va con ella. Pero es que son los gendarmes que vigilan la ruta deberían ser los primeros en dar ejemplo y, ayer, camino de Privas, asustaba contemplar la cantidad de agentes que trataban de ordenar el Tour pero sin mascarilla.

Lo mismo pasaba, con los caravanistas, mayormente personas jubiladas, que se sentaban en las sillas de cámping, junto a otros seguidores a los que habían conocido en la cuneta, y charlaban amicalmente como lo habrían hecho toda la vida, sin mascarilla, sin nada, alegremente, como debería ser. Pero el Tour no se corre en septiembre, casi como si fuera un pulpo en un garaje, por hacer una gracia, sino porque el covid-19 lo ha enviado todo a hacer puñetas.