En el Tour que lucha contra el covid-19 no aparece nunca la relación de los hoteles que ocupan los ciclistas en la ciudad que visitan, en este caso Poitiers. Es como un secreto de Estado, consecuencia de la burbuja que hasta ahora ha servido para burlar y protegerse del dichoso virus. Por eso, ayer, era imposible saber si el Bora de Peter Sagan y el Jumbo de Wout van Aert compartían velada. Pero lo que si era seguro es que ambos corredores no iban a tomar un café juntos ni a echar unas risas. Las llegadas masivas parecen condenadas en las carreras de tres semana. Cada vez más se apuesta por interponer obstáculos en los últimos kilómetros para animar las etapas llanas. No están al nivel de rechazo de las contrarrelojes, un arte que parece sentenciado, y si no las anulan del todo es porque al menos debe haber una jornada de estas características, aunque acabe en una montaña llamada la Planche des Belles Filles como ocurrirá este año a un día de París. Y por ello cada vez hay menos oportunidades para los velocistas. Así es fácil que se pierdan los nervios, sobre todo si te llamas Peter Sagan y eres el ciclista mejor pagado del pelotón. Ya lo expulsaron del Tour cuando vestía el jersey arcoíris, el de Alejandro Valverde en el 2018, y el que el corredor eslovaco ha llevado tres años. Ocurrió el 4 de julio del 2017 -qué bonito era el Tour cuando se corría ese mes-. Tumbó a Mark Cavendish, que acabó en el hospital. En aquella ocasión, a diferencia de ahora, lo expulsaron del Tour. Ayer, en cambio, en lo que fue una especie de cabezazo tipo carga ilegal a Van Aert, solo le costó perder la segunda plaza y ser desplazado a la posición 85, la última del pelotón que llegó muy compacto a Poitiers.