Una vez el compañero Luis Furió le preguntó a Bernardo España Edo qué creía que significaba su figura para el Valencia. Españeta, el utillero más carismático que ha dado el fútbol contestó con toda su bondad pura: «No lo sé, pero me tiene a su disposición para lo que necesite».

En estos tiempos en los que nos entretenemos tanto en buscar la fórmula que deshaga el nudo deportivo, económico e inmobiliario que oprime al Valencia CF, no hay solución más sencilla que servir al club con la devoción, fidelidad y discreción con la que durante 55 años de trabajo lo hizo Españeta, fallecido ayer a los 82 años de edad, convertido en uno de los mayores emblemas que ha dado el mestallismo. A la misma altura que mitos como Antonio Puchades y gente de la casa que dio su vida entera por el club, como Vicente Peris. Con esos honores, sus cenizas serán esparcidas en el césped de Mestalla.

El utillero más carismático que ha dado el fútbol contestó con toda su bondad pura: "No lo sé, pero me tiene a su disposición para lo que necesite"

La muerte de Españeta

El impacto de la muerte de Españeta explica el inmenso calado simbólico de un personaje al que se le conocía con el diminutivo que le acuñó Mundo Suárez en los años 60, pero cuya relevancia ha sido tan gigantesca como para llegar a hilar cada relato generacional vinculado al club, del césped a la grada. En un club tendente al drama, movido en la agitación constante de expectativas y frustraciones, Españeta representaba una verdad inmutable, la garantía de una certeza. Sus funciones trascendían a las de ser un encargado de material. Para los futbolistas, que ayer le lloraban, ejerció de padre, psicólogo y confidente, con esos abrazos suyos tan peculiares, cuando con sus manazas curtidas de limpiar miles de botas con grasa de caballo (mejor que todas esas marcas nuevas) agarraba la cabeza de cada jugador para atraerlo a su centro de gravedad. Y con ese abrazo ya no quedaba rastro del miedo previo a un partido, ni disgusto por un mal resultado.

Españeta no podía dormir si creía que había algún futbolista enfadado con él, riesgo muy improbable. Su conexión con Mario Kempes, Ricardo Arias o Amedeo Carboni (que le regalaba jamones cada Navidad) siempre fue especial, pero no había integrante de la plantilla, por fugaz que fuese su paso, que no quedase prendado de la generosidad de Bernardo. Así lo entendió Jorge Valdano, que con solo 9 meses en Mestalla tuvo claro que Españeta era «un especialista en seres humanos». A Pedja Mijatovic le custodiaba durante los entrenamientos y los partidos un Rolex tasado en dos millones y medio de pesetas. Una noche el delantero montenegrino se marchó con prisas del estadio y no se lo devolvió. Españeta durmió con el reloj puesto en la muñeca por miedo a que se lo robasen. A Romario, cada mañana, le bajaba un café solo, sin azúcar, para espabilarle de sus noches golfas. Por los futbolistas, todo. Durante décadas les eximió de la tarea de firmar balones, banderines y camisetas. Con el inicio de cada temporada, Bernardo estudiaba y memorizaba la curva caligráfica de cada nuevo fichaje, hasta calcar su rúbrica, con la misma delicadeza de un falsificador de obras clásicas. ¡Cuántos regalos de aniversarios y comuniones llevaban, multiplicada, la firma de Españeta!

La vinculación de Españeta al Valencia se remonta a 1954, al año santo de la Copa ganada por los Badenes, Seguí, Puchades y Pasieguito. Con 16 años, el sueño de emular a sus ídolos había quedado segado en un accidente de moto, conducida por su hermano, al resbalar en una macha de aceite en el paseo de la Alameda. Se rompió el tendón de Aquiles y, con la cojera a cuestas, entró en el club como recogepelotas hasta acabar ascendiendo, años después, al primer equipo. Ni con el tiempo perdió el toque de balón de sus años en el Huracán de Russafa. Su récord de toques consecutivos con un esférico llegó a 725. Y más de una vez Alfredo Di Stéfano tuvo que rogarle que dejara de hacer malabarismos ante los Kempes y Bonhof: «Dejá de manejar, Bernardo, que les bajás la autoestima», rememoraba Españeta, imitando el acento porteño de la Saeta. Españeta era querido igualmente por rivales. Clubes de todas las categorías dieron ayer el pésame al Valencia, con especial cariño por parte del Levante UD, donde era respetado por muchos empleados, Paco Fenollosa a la cabeza. Cuando al jardinero granota Raimon se le quemó su pequeño museo del Raconet, pudo rescató entre las cenizas, intacta, una foto junto a Españeta: «Es la prueba de que Dios existe».

Su conexión con Mario Kempes, Ricardo Arias o Amedeo Carboni (que le regalaba jamones cada Navidad) siempre fue especial, pero no había integrante de la plantilla, por fugaz que fuese su paso, que no quedase prendado de la generosidad de Bernardo

En ocasiones, su figura ha sido tratada con cierta condescendencia. Y hace once meses el club (ayer a la altura) se olvidó de asistir a su acto de homenaje en el Ayuntamiento. Cuando se acercó a la jubilación tuvo que seguir trabajando por no haber sido dado de alta en los primeros años y quedársele una paga escasa. Pero de su boca nunca salió una queja y con su voz ronca continuó contagiando de alegría cada mañana en la ciudad deportiva, siempre entre bastidores, en un segundo plano, pero siendo imprescindible para que la orquesta pudiese funcionar.

A Mijatovic le custodiaba durante los partidos un Rolex tasado en dos millones y medio de pesetas. Una noche el delantero montenegrino se marchó con prisas y no se lo devolvió. Españeta durmió con el reloj puesto en la muñeca por miedo a que se lo robasen

Sin embargo, había un día al año en el que se tomaba el lujo de ser la estrella. Su ovación era una de las tradiciones de cada partido de presentación. La otra, abuchear el discurso presidencial. Su nombre era el último en ser anunciado. Y los vítores superaban a los de Cañizares y Aimar. Bernardo se tomaba su tiempo y avanzaba lentamente hasta el centro del campo, con los brazos extendidos y apuntando a la grada como si fuese a disparar, sintiéndose por un momento John Wayne, su actor preferido en esos westerns que devoraba. Ese instante de inmortalidad era la recompensa a esa frase que le nacía del corazón: «He nacido para vivir y para morir por el Valencia». Al pueblo de Mestalla le asiste la obligación de estar a su altura.