A medida que el tiempo avanza, muchos recuerdos se difuminan, se solapan y hay que enfocar con precisión para rescatar nombres, anécdotas o vivencias. Cuando supe de su muerte, en la vorágine del cierre del periódico, por un instante desconecté y pude viajar en el tiempo a algún hotel a miles de kilómetros. Me vi compartiendo charla y café con Miki Vukovic y su imposible, pero entrañable, castellano. Eran los tiempos de la entonces Copa Saporta, de los continuos viajes a ciudades casi siempre alejadas del selecto circuito de la Euroliga. Desplazamientos a veces imposibles, en los que compartir largas horas de avión o de espera en los aeropuertos que él se encargaba de amenizar siempre.

Hablaba de baloncesto, de experiencias divertidas, de jugadores, de cómo afrontar un partido o de la psicología deportiva. Pero también, y mucho, de la vida. Del daño que hacen las guerras o de la peligrosa manipulación que algunos políticos ejercen contra sus pueblos. De eso sabía algo Mihailo Vukovic, un serbio licenciado en ingeniería de minas amante de la concordia, con amigos y familia en un país, el suyo, desgarrado por las luchas fratricidas. Ladeaba la cabeza y te soltaba: «Mira, tú sabes, esto yo no lo puedo entender».

Antes de todo eso, años atrás, nos habíamos conocido en Llíria, en el pabellón del Plà de l’Arc. En los días previos a la final que su Dorna Godella iba a disputar contra el Como italiano. Inexperta aún en las endiabladas salidas de la autovía llegué cuando su rueda de prensa había finalizado. Sin embargo, aún a pie de pista, me dijo que me atendía. Que podía volver a preguntar, que no pasaba nada. Aquel gesto del técnico, ya reverenciado en Europa hacia una principiante como yo, sería uno más de los múltiples que podrían definirle como persona. Cuando se hizo cargo del Pamesa Basket estoy convencida de que su fe en el colectivo fue la que logró amalgamar un grupo que creció, se agigantó de su mano. Puso la primera piedra de un proyecto que ya no paró de crecer. Él era así. Te hacia creer que se podía.

Aún recuerdo como si fuera hoy aquella Copa del Rey mágica en la que sorprendió a propios y extraños. Era febrero de 1998 y me planté en una Valladolid gélida con un abrigo de mi madre. Azul. Eso tampoco se ha borrado de mi memoria. Creía que volvería nada más acabar la primera eliminatoria y apenas hice maleta. Pero regresamos con el título y el primer pasaporte europeo de la historia del club. Más tarde, vendrían temporadas efervescentes en lo deportivo y animadas tertulias con los compañeros de la prensa deportiva entre los que tan cómodo se sentía. Era otra época, es verdad. ¡Ay!, Miki, cuánto lamento en tu marcha, esta sí definitiva, haberme perdido alguna de las comidas que organizó Martín Labarta para reunir a la vieja guardia. Te has ido muy pronto. Demasiado.