Después de Bilbao y Barcelona, València fue la ciudad en la que más repercusión tuvo el triunfo del Athletic Club en la final de la Supercopa. Entre las causas de tal júbilo no se encontraba ese poso histórico con los lazos que hacen de Mestalla el estadio más vasco fuera de Euskadi (ojalá). Un vínculo compartido desde que el irrundarra Nicolás Guerendiain, fusilado en la guerra, fuera el primer delantero centro del Valencia y que se extiende hasta la caballerosidad de los Juan Sol, Aduriz y Zubizarreta; pasando por la decena de euskaldunes separados por ideologías radicales contrarias, que en los años 40 encontraron bajo las alas del murciélago un refugio para confraternizar y repartir alegría en la ciudad arrasada. Con menos material, en Estados Unidos se sostienen épicas llevadas a estupendos documentales.

Pero la alegría blanquinegra era por Marcelino García Toral. Por una revancha personal, la Supercopa que Peter Lim le negó, que alimenta la munición en la batalla para recuperar el Valencia, con sus 101 años, diez meses y un día retenidos a 11.000 kilómetros de distancia. Las dos semanas de Marcelino como entrenador athleticzale y sus dos triunfos ante Real Madrid y Barcelona con sendas lecciones tácticas, son una excelente unidad de medida de las consecuencias de la catastrófica decisión que Meriton tomó aquel 11S. Y todo se entiende. La alegría sincera por el entrenador humillado por un señor feudal que encuentra el éxito en un club que es el reflejo de los valores que ya perdimos. La recontraconfirmación, si quedasen dudas, de que claro que teníamos razón.

Pero el mestallismo y su entorno deberían calcular la onda expansiva de la exaltación marcelinista. Este es un club que se levanta rápido de descensos y tandas de penalti trágicas, pero tiende a frustrarse en la digestión de épocas de bonanza. Y mientras nos ensimismábamos en la relectura obsesiva del verano del doblete, el Sevilla y sobre todo el Atlético adelantaron al Valencia. Y, lo peor, lo hicieron sirviéndose de los mismos planos que te hicieron ser campeón y que se quemaron para desplegar otros, los de las obras inacabadas del nuevo estadio. Sería un error volver a caer en ese letargo y convertir al Valencia (citando al noruego Lahuerta) en lo que nunca ha sido pero parece empecinado en querer ser: un club prisionero de la melancolía.

No hay nada que temer. Los nombres de Benítez o Marcelino se conservan en buenas enciclopedias. Y al valencianismo no le sobra mucho tiempo para sortear el rumbo de la temporada y para convencer a la delegación singapuresa de que devuelva las llaves del castillo. Y puestos a levantar relatos, encumbremos los de José Gayà, Carlos Soler, Toni Lato y Jaume Doménech. Su implicación contra viento y marea para salvar el Valencia tiene tanta belleza y recuerda tanto a otras épocas añoradas, tanto a Puchades, Claramunt y Fernando, que van a conseguir que esta temporada acabe siendo hasta bonita.