Para que el fútbol siga siendo una actividad millonaria, para llegar a «salvarlo» y hacerlo más «entretenido», los promotores de la Superliga tendrían que haber recordado cómo el fútbol llegó a asentarse como negocio. Hace un siglo y medio, en Inglaterra, este era un juego reservado al esparcimiento de las élites enriquecidas. Eran los hijos de aristócratas, comerciantes y banqueros los que conformaban los primeros clubes, con nombres como Old Etonians, los antiguos alumnos de Eton y otras escuelas de pago. Solo se expandió en actividad económica cuando se propagó entre las clases trabajadoras del norte. El fútbol, distracción amateur en el sur para perfumados herederos con la vida resuelta, era una vía de prosperidad para los obreros cuyos equipos convocaban a gran cantidad de aficionados por el estrecho vínculo comunitario que despertaban. Como resultado de esa fricción empezaron a firmarse contratos y a cobrarse entradas para ver los partidos. De ese modo el «Gentleman’s game» pasó a ser el juego del pueblo. Y desde esa misma presión social, los acaudalados traidores acabaron ayer pidiendo perdón.

Resulta enternecedor imaginar a Florentino, Agnelli o los Glazer trazando el futuro del fútbol sin tener en cuenta la soberanía popular de la grada, ignorando lo inevitable, como aquellos estudiantes de Eton, desde el esnobismo de su enmoquetada visión del mundo (pero con un extra considerable de codicia). Por ejemplo, obviar la tradición de Anfield y Old Trafford, con el socialismo ambiental de Shankly y Ferguson impregnando relatos recordados en la movilización masiva a cargo de Neville, Carragher o Lineker ¿Qué les hizo pensar que los alemanes iban a aceptar la invitación? El Borussia Dortmund arraiga sus dominios en la cuenca minera del Ruhr, la metrópolis más grande del país. El orgullo hegemónico del Bayern se explica con su lema en dialecto bávaro, «mia san mia», algo así como «somos quienes somos», que reivindica una personalidad diferenciada, la de sus aficionados con estética motera y cazadoras llenas de parches. Ni les interesó entrar en la pelea por vender camisetas en el sudeste asiático, ni van participar en una competición que no deja de ser una huida hacia adelante para escapar de la quiebra e insistir en el modelo que ha hecho enfermar al fútbol.

Por mucho que este deporte haya caído en manos de oligarcas, fondos de inversión, entradas a cien euros y que no nos pellizquen en la conciencia los más 6.500 inmigrantes muertos en los estadios del Mundial de Catar, la herencia comunitaria del fútbol resiste, los aficionados no son los clientes mudos que pensaban y no ha caído la última frontera. Se ha ganado una batalla pero bienvenidos a la guerra. En palabras de Sid Lowe (The Guardian), el fútbol librará conceptos como la meritocracia, las relaciones de poder, el reparto de riqueza y la solidaridad. Se renegociará el fair play. Volverá la tentación franquiciada de que un Liverpool-Barcelona semanal vale más la pena que la esperanza de una sorpresa copera, un gélido empate en Stoke-on-Trent o soportar quince años de suplicios societarios en Mestalla. También, claro, que está cambiando la cultura del consumo del ocio y todo lo queremos más rápido, más breve y siempre satisfactorio. Que los eSports son el futuro, que la generación de Aimar fue la última que vio partidos enteros y, oye, quizás 90 minutos son excesivos. Tratarán de convencernos de que el fútbol es, en esencia, un espectáculo. Ojalá lo fuera. De ser solo un entretenimiento justificable con alegrías, ya haría tiempo que emplearía mi tiempo en actividades más provechosas. Pero es justo lo contrario. El fútbol, con sus derrotas en Pamplona, es la mejor escuela para convivir con una frustración de la que no puedes escapar porque te atrapa por identificación, memoria, familia, costumbre. La muralla infranqueable.