Ciclismo

El Tourmalet: ¿por qué existe una religión que se denomina ‘landismo’?

Mikel Landa reúne como ningún otro corredor una serie de admiradores que siguen esperando uno de sus ataques letales y que vibran ante cualquier demarraje del corredor alavés al que se le escapó por solo un segundo la tercera plaza del Tour de 2017

Mikel Landa, en la cuarta posición de la segunda etapa de la Volta.

Mikel Landa, en la cuarta posición de la segunda etapa de la Volta. / Bahrein Team

Sergi López-Egea

Permitan que este miércoles les hable en este espacio de un ciclista al que admiro más allá de su calidad deportiva, que se llama Mikel Landa, y que ha tenido, tal vez sin quererlo, la dicha de crear una religión alrededor suyo que se denomina ‘landismo’, que cautiva a todo tipo de aficionados que son capaces de perdonarle todos sus pecados, si ciertamente alguna vez los ha cometido, y que vibran como los que más con sus ataques (o conatos) como no se hacía desde que Miguel Induráin decidió colgar la bici un 2 de enero de 1997. Y ya ha llovido.

El ’landismo’ es una religión. Y no se puede expresar de otra manera. ¡Ataca Landa! Y te levantas del sofá, aunque su demarraje sea neutralizado por otras figuras pocos metros después de haberse producido. Landa va al Giro y esperas que supere los dos terceros puestos que ha conseguido en las ediciones de 2015 y 2022. E incluso, si en el Astana, su antiguo equipo, antes de fichar por el Sky, el Movistar y ahora el Bahrein, hubiesen tenido mayor confianza en él hace ocho años en Italia, para desdicha de Alberto Contador igual la edición del Giro que ganó el ciclista madrileño tendría ahora un vencedor alavés.

Las desdichas

Caídas en los momentos más inesperados, cortes por el viento cuando otros salían airosos y, a veces, renuncias a carreras que podían haberle inspirado han entorpecido la ruta de un corredor con una calidad extrema en la montaña, un escalador de la vieja usanza y como persona, y lo dicen todas aquellos que lo conocen, exquisita en todos sus aspectos.

Por eso existe el ‘landismo’. Y por eso cada demarraje de Landa se vive como el mejor gol del delantero más admirado, como el revés del tenista más acertado o como el adelantamiento del piloto más diestro con el volante. Porque es un ciclista decidido, el que ataca en Vallter 2.000, en la Volta que ahora nos ocupa, o como ha hecho tantas veces en el Tour o en el Giro, poniendo a su equipo a trabajar buscando una victoria que se la ha negado, porque ha tenido en parte la desgracia, como le ocurrió a Raymond Poulidor, el abuelo de Mathieu van der Poel, que se le han cruzado en su camino estrellas del ciclismo con las que le ha tocado convivir, los ‘viejos’ como Chris Froome, al que se entregó como gregario en la victoria de París en 2017, en un Tour donde Landa podía por lo menos haber aspirado al podio de los Campos Elíseos, o en el presente con la increíble nueva generación liderada sobre todo por Tadej Pogacar y Remco Evenepoel.

Son chicos, casi 10 años más jóvenes que él, a los que resulta imposible batir. Sin embargo, allí aparece Landa para romper la carrera en la primera etapa de montaña de la Volta, para no arrugarse en la Tirreno-Adriático ante otro dotado de su generación que se llama Primoz Roglic, o para hacer soñar a la afición, sobre todo vasca, en el próximo Tour que parte de Bilbao y pasa por su Álava del alma, con que podrá pelear por ese podio en París que en 2017 se le escapó por tan solo un segundo. Increíble perderlo por un tiempo que ni siquiera comporta un suspiro. Ver para creer.

Por todas estas razones existe una religión deportiva que se llama ‘landismo’, que le perdona todos sus pecadores si realmente existen y que se entrega al límite con el ciclista alavés, que confía en que por fin llegará ese ataque deseado… todos cautivados por su magia, por los siglos de los siglos. Amén.

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