Historias irrepetibles
El tablero de la vida
Boris Spassky, el hombre a quien Fisher derrotó en Reikiavik, aprendió a jugar al ajedrez a los cinco años en el tren en el que fue evacuado durante el sitio de Leningrado

Spassky y Fisher, durante el duelo en Reikiavik.
Juan Carlos Álvarez
El tiempo no fue justo con Boris Spassky. Quedó en la memoria colectiva como el hombre que perdió en Reikiavik el caótico duelo de la Guerra Fría que le enfrentó a Bobby Fisher y se obvió -o se hizo de menos- todo lo demás. Su talento, su elegancia, su honestidad. Aquella derrota de 1972 por el título mundial en el que las dos grandes superpotencias del mundo libraron su particular guerra sobre un tablero de ajedrez marcó su vida de forma decisiva, pero Spassky fue mucho más. Un personaje novelesco, uno de los grandes jugadores del siglo XX y un tipo fiel a sus convicciones, aunque eso le acarrease no pocos problemas.
Spassky aprendió a jugar al ajedrez en el tren en el que fue evacuado de Leningrado junto a su hermano durante el cerco de los nazis a la ciudad en la que había nacido en 1937. Solo tenía cinco años. El futuro era negro para cualquier habitante de aquella ciudad a la que Hitler había decidido liquidar por completo matando a sus habitantes de hambre. Tuvo suerte porque dos de los tres trenes que salieron de la ciudad al mismo tiempo fueron bombardeados por la aviación alemana; el suyo pudo llegar a destino. En medio de aquel drama descubrió la que sería su pasión vital, su obsesión, el juego al que dedicaría casi todo su tiempo. Lo hizo desde el primer día. Vladimir Zak fue su primer maestro y su talento quedó a la vista de todos cuando con solo diez años se impuso en una partida simultánea a Mijail Botvinnik, campeón del mundo y patriarca de ese ajedrez soviético que dominaría el mundo durante décadas. Aquel fue el primer fogonazo del pequeño Boris, pero detrás vino una catarata de éxitos. Con dieciocho años consiguió ser el gran maestro más joven de la historia, reconocimiento que tres años después le arrebataría el estadounidense Bobby Fisher al lograrlo con solo quince años. Spassky asombraba con su estilo a los analistas porque era capaz de ser un jugador eficiente en posiciones defensivas y de cambiar radicalmente de estilo y lanzarse al ataque de manera agresiva. Podía adaptarse al estilo que más daño hiciese a su rival o combatir en su territorio con enormes posibilidades de éxito. Era una evidencia que no tardaría en pelear por una silla en el Campeonato del Mundo de ajedrez.
Tuvo que esperar no obstante. En 1966 disputó por primera vez el Torneo de Candidatos, una pelea cruenta que confirmó el talento de Spassky que derrotó en la final a un excampeón del mundo como Mijail Tal con enorme contundencia. Pero en la pelea por el título mundial Tigrán Petrosián se llevó la victoria por un corto margen de un punto después de dos meses de pelea en Moscú. No tardó en llegar la revancha. En 1969 Spassky volvió a ganar el Torneo de Candidatos (en esta ocasión su víctima en la final fue otro compatriota, Viktor Korchnoi) y se presentó más maduro y preparado ante Petrosián con el que volvió a librar otro duelo de dos meses de duración. Pero esta vez el de Leningrado era una roca que no se dejó doblegar convirtiéndose de este modo en el campeón del mundo número diez de la era moderna. Todos soviéticos, igual que los finalistas. La escuela rusa era intratable para regocijo de sus dirigentes que utilizaban el ajedrez como símbolo de su grandeza y eficaz herramientade propaganda.
Por eso la aparición en escena de Bobby Fisher agitó todo de manera inimaginable. Estados Unidos entraba de cabeza en un mundo que pertenecía a quien en ese momento era su enemigo. Fisher ganó el Torneo de Candidatos y en 1972, en pleno contexto de la Guerra Fría, con los países cerca de entrar en conflicto, la guerra se iba a librar alrededor de un tablero de ajedrez. Era el duelo de las dos grandes superpotencias, del comunismo contra el capitalismo en busca de la corona intelectual del mundo. Spassky había ganado las seis partidas en las que ambos se habían cruzado antes de verse las caras en Reikiavik, la ciudad elegida como sede del Campeonato del Mundo después de una ardua negociación. Se medían dos caracteres completamente diferentes: el volcánico Fisher con el sereno Spassky que asistía casi con indiferencia al espectáculo que desde el comienzo provocó su rival con protestas, exigencias y declaraciones, en algunos casos ofensivas, contra la organización, su propio país o los ajedrecistas rusos. Pero nada inmutaba a Spassky que aceptó casi todas las peticiones que Fisher fue haciendo durante aquellos días extraños del verano de 1972. Pese a toda la presión que había sobre él, con las autoridades rusas recordándole de forma permanente la “necesidad” de ganar, Boris mantuvo la calma como si toda aquella locura no fuera con él. Así ganó la primera partida y tomó una ventaja más sólida después de que Fisher, en medio de su circo, no se presentase a la segunda partida y amenazase con abandonar si no se jugaba a puerta cerrada y en una sala diferente a la que venían utilizando. Spassky podía haberse plantado y el Mundial sería suyo, pero volvió a ceder a todas las peticiones de su rival y aquello comenzó a cobrarse su factura. El desgaste silencioso de la situación hizo mella en él que perdió la tercera partida. Fisher comprobó por fin que podía derrotarle y en la siguiente desaprovechó una posición ganadora. Spassky se quebró psicológicamente y el estadounidense desplegó su mejor juego para tomar una ventaja insalvable. El 1 de septiembre Spassky tomó el teléfono para llamar al árbitro de la final y comunicarle que renunciaba a continuar la partida número 21 que había quedado interrumpida. Entregaba así su corona de campeón del mundo.
Para Spassky, el único campeón del mundo ruso que no se había afiliado al Partido Comunista, aquella derrota fue el comienzo de nuevos problemas. Fue despreciado en su propio país, acusado incluso de traidor, y se le prohibió salir de la URSS algo que solo pudo conseguir gracias a la intercesión de George Pompidou, presidente de Francia. Spassky, divorciado dos veces se enamoró de una empleada de la embajada francesa en Moscú y la ilusión de la pareja era instalarse en París. La mediación de Pompidou y la promesa de no hablar mal de la URSS nunca y de estar disponible para jugar con la selección rusa doblaron la resistencia de los dirigentes rusos que le concedieron permiso en 1974 para marcharse a París donde Marina y Boris pudieron ser felices durante mucho tiempo. Spassky jugaba lucrativos torneos, daba charlas sobre ajedrez y disfrutaba de la vida. Con el paso del tiempo desarrolló lo que Leontxo García (el mejor periodista especializado en ajedrez de España y uno de los mejores del mundo) llamó un “síndrome de Estocolmo” con Bobby Fisher. Después de que el norteamericano renunciase a jugar el Mundial de 1975 contra Karpov, comenzase su “guerra” contra Estados Unidos y desapareciese poco después de la vida pública una de las pocas personas que siempre estuvo a su lado fue Spassky. Juntos jugaron en 1992 una revancha amistosa de su Campeonato del Mundo en Montenegro que volvió a ganar Fisher pero por la que Boris cobró una importante cifra que le permitió seguir disfrutando de su cómoda vida en París. En 2008 regresó a Reikiavik en un viaje doloroso para despedirse de Fisher después de la muerte de éste y preguntó si al lado de su tumba le podían reservar otra para él. Spassky sufrió varios ictus en Francia que le postraron en una silla de ruedas. En 2012 simuló un secuestro ayudado por unos amigos, a espaldas de su mujer, con el objetivo de marcharse de París e instalarse de nuevo en Moscú donde vivió hasta que su corazón se detuvo esta semana a los 88 años.
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