Vicent Chilet, Valencia

La escena habría estremecido a cualquier hincha inglés: en el partido en el que el Valencia se jugaba seguir aspirando a su séptimo título de Liga, Mestalla acabó malhumorado, vilipendiando a sus propios jugadores y reclamando a gritos la destitución del entrenador. El estadio valencianista ha convertido la exigencia cruel hacia su equipo en una macabra tradición, un legado genético, que se ha cebado incluso en ilustres cracks . A la parroquia blanquinegra no se le puede reprochar la fidelidad religiosa con la que acompaña al equipo, al que ha protegido y acunado en momentos terribles, como en el descenso de 1986, o lo que anima cuando todo el viento sopla a favor. Pero el desorbitado inconformismo de parte la hinchada ha creado una larga lista de damnificados que va desde el mítico Antonio Puchades hasta, el pasado domingo, Quique Flores.

Se pueden apuntar algunas causas que expliquen el grado de insatisfacción y ansiedad eternas de Mestalla. El Valencia, humilde entre los grandes, colecciona pocos títulos pero ha llegado a repartirlos a cuentagotas en todas las décadas, convirtiendo en campeonas por breve tiempo a todas las generaciones de aficionados que han poblado el campo. Esos mismos hinchas han enarbolado su militancia bajo el recuerdo, muchas veces prisionero, de los trofeos conquistados años atrás. De ese modo, el valencianismo ha ido larvando progresivamente añoranzas: del equipo de la delantera eléctrica , del que conquistó Europa en los 60 con la copa de Ferias, del que ganara la Liga en 1971, del que comandara Kempes con la Copa, Recopa y Supercopa hasta estos días, donde retumban melancólicos los ecos del lustro 1999-2004, la mejor época de la historia. La hinchada, tras probar la dulce miel de los títulos, ansía convertir a su Valencia en el rodillo gigante de Real Madrid y FC Barcelona, un imposible que no se justifica por razones sólo deportivas, sino también por imperativos económicos y demográficos. La misión del Valencia, como avala su palmarés, es otra, un furtivo carpe diem , estar listo para aprovechar las crisis que cíclicamente acechan a los dos trasatlánticos. Una verdad, inconformista y realista, que no es sencilla de asimilar, sobre todo cuando desde el propio club se alimenta la demagógica quimera de querer ser siempre «los mejores del mundo» . Un mensaje faraónico que el fútbol, con sus lógicas, acaba por tumbar. Cuando llega ese momento, Mestalla paga la frustración con los suyos. La digna realidad del eterno aspirante le parece un fraude.

«Coll gelat», «més lento que Buqué»...

La afición despidió el 8 de diciembre de 1959 a Antonio Puchades como lo que era, todo un mito, con los chavales de la escuela dibujando su nombre sobre el césped antes de jugar contra el Olympique de Niza. Se premiaba así la trayectoria intachable del mediocentro suecano. Tonico , sin embargo, varias veces tuvo que escuchar el irónico apelativo de «coll gelat» , con el que los aficionados criticaban algún exceso de frialdad en su juego.

Mestalla ha sido tradicionalmente muy alérgica a la lentitud de sus futbolistas, aunque muchas veces tal parsimonia fuera engañosa. Clásica fue la frase «eres més lento que Buqué» . La parroquia se cebó en los años 50 con Enrique Buqué, centrocampista de refinada técnica, muy creativo, que con su peculiar trote recorría más kilómetros que muchos de sus compañeros.

En los años 80, Ángel Castellanos fue pasto de la ira del público, que criticaba la tosquedad del mediocentro, que sin embargo atesoraba virtudes como recuperador de balones que le valieron la titularidad con nueve entrenadores distintos. La feligresía valencianista era especialmente aprensiva con un extraño regate de Castellanos que rodaba sobre sí mismo en increíbles giros que podían llegar a los 720 grados.

Un caso similar lo sufrió Fernando Gómez Colomer, que durante más de una década fue el director de orquesta del juego valencianista. Un creciente murmullo de reprobación recorría la grada cuando Fernando pisaba la pelota al suelo y esperaba unos segundos que parecían siglos a ejecutar la mejor opción. En un encuentro contra el Cádiz, el 17 de enero de 1993, Fernando, tras marcar un gol, masculló un «os jodéis» a los hinchas, especialmente crueles esa tarde pese a que el Valencia ganó 5-0.

Aquella no fue la única goleada valencianista acompañada con bronca en las gradas. También en 1993, en la última jornada de Liga y en el partido posterior a haber caído eliminados en las semifinales de Copa ante el Zaragoza, el Valencia de Guus Hiddink, con goles de Ibáñez, Tomás (otra víctima habitual) y Sánchez, ganó al Oviedo con un estadio semivacío y enormemente crispado.

El debut, una criba

La paciencia hay veces que se agota a las primeras de cambio, en la noche del mismo debut. Muchos canteranos fueron supervisados con lupa en su estreno, y en algunas ocasiones sus carreras quedaron marcadas. Una prueba de fuego que también vivió Mario Alberto Kempes, el jugador más carismático de toda la historia del Valencia. Marito escuchó pitos de la grada en su debut como valencianista, el 16 de agosto de 1976, en el encuentro inaugural del Naranja ante el CSKA de Moscú. Con un mes sin entrenar y con jet-lag ,envió un penalti a las Sillas de Gol. El pronóstico de la grada fue erróneo, Mario lo confirmaría anotando 148 goles.

El sangrante «suelta los duros»

Si sonado fue el debut de Kempes, no menos lo fue su despedida, el 25 de abril de 1993. El PSV Eindhoven de Romario (pretendido por Francisco Roig, que dimitió como directivo para reclamar su fichaje) era el rival escogido. En realidad el partido era un complot. Guus Hiddink, que también ansiaba la contratación del astro brasileño, ordenó un marcaje suave a Romario, que sin oposición anotó tres goles en tan poco tiempo que tuvo que acudir al banquillo holandés a pedir agua porque le temblaban las piernas de cansancio. Aunque Kempes también marcó tres goles de muy bella factura, el desenlace de aquel surrealista 5-6 fue la petición del público, engatusado con Romario, a Arturo Tuzón: «Suelta los duros, Arturo suelta los duros...» . El presidente que había salvado al Valencia de la peor crisis económica de su historia no daba crédito a lo que sucedía.

De «Cúper vete ya» a Saint Dennis

El ojo clínico de la afición ha errado en más de una ocasión con los entrenadores. Uno de los ejemplos más ruidosos es el de Héctor Raúl Cúper, que padeció un calvario similar al de Quique contra el Villarreal, pero con un aumento espectacular de decibelios. Sucedió el 20 de febrero de 2000 en un Valencia-Real Madrid. Los locales se adelantaron en el marcador con gol de Ilie y firmaron una primera parte sublime. El Real Madrid reaccionó en la segunda parte y empató a diez minutos del final por obra de Guti. El polvorín estalló con un simple detalle, cuando Cúper sustituyó en el minuto 90 al Piojo López por Juan Sánchez, provocando la furiosa reacción de la multitud, que gritó «Cúper vete ya!». La polémica apenas había comenzado. Unos radicales llegaron a zarandear el coche en el que se encontraba la esposa del entrenador argentino. Javier Subirats, entonces director técnico, no hizo caso a la afición. En apenas un mes ese mismo equipo jugaba en París la primera final de Liga de Campeones de su historia.

El calvario de los discursos

«Deixeu-me parlar» , clamaba Jaime Ortí, en agosto de 2003, cuando trataba de arrancar entre la bronca del respetable el discurso presidencial en la velada de presentación del equipo. En veranos anteriores, Pedro Cortés también tuvo que tragar con ese trance. Ortí no habló pero aquel equipo entrenado por Rafa Benítez -enjuiciado antes incluso de su primer entrenamiento por su escaso pedigrí- con los criticados Angulo, Sánchez, Rufete y Curro entre sus filas, ganó la Liga y la UEFA.

Las mimadas excepciones

La ferocidad con la que Mestalla fiscaliza a sus jugadores y entrenadores ha tenido algunas excepciones. Son casos en los que un taconazo o la pelea estéril por un balón que se va a perder por fuera de banda enamora a los seguidores. En el curso 1997/98, en un partido contra el Oviedo, un fondo de Mestalla llegó a jalear «vete de fiesta, Romario vete de fiesta...». Todos los vicios se le permitían al delantero brasileño, que no marcó época.

Una espectacular primera media vuelta, con 12 goles 17 partidos, propició que Adrian Ilie tuviera un crédito ilimitado para la afición, que siempre esperaba el renacimiento del jugador en las posteriores temporadas en las que vistió de blanquinegro. Un deseo que no se cumplió por las lesiones y la nula disciplina del rumano. El irregular rendimiento de Pablo Aimar no amilanó a la hinchada, que se contentaba con los increíbles destellos técnicos que, de vez en cuando, ofrecía el mediapunta argentino, al que Mestalla entonaba al unísono un original cántico en su honor. El estadio enloqueció con las celebraciones de los goles del díscolo Viola en la segunda vuelta del curso 1995/96. A Pepe Carrete y «Kily» González la afición premiaba con rabiosos aplausos el exagerado ímpetu por controlar balones perdidos y por arengar a la grada, una virtud en la que Amedeo Carboni también era un especialista.