­La Comisión Europea, en su informe de primavera, acaba de diagnosticar que la economía española podría estar creciendo a tasas muy superiores a las actuales y a ritmos capaces de generar empleo neto de no ser por el abultadísimo endeudamiento acumulado por las empresas y las familias durante los últimos once años de euforia (1996-2007).

Esa pesada carga deudora, junto con la restricción crediticia por el temor bancario a incurrir en mayores tasa de morosidad, más el cierre de los mercados a la barra libre del préstamo que permitió a España financiar con recursos exteriores la fortísima burbuja inmobiliaria desde mediados de los 90, están impidiendo ahora el despegue del consumo y de la inversión.

Y sin demanda interna, España sólo puede crecer por la vía de las exportaciones. Pero para hacerlo con el ímpetu exportador que está permitiendo a Alemania liderar el crecimiento europeo, España tendría que mejorar aún más su competitividad. Y como ya no es posible devaluar su moneda como antaño, la presión se ejerce sobre las llamadas «reformas estructurales», en las que los ciudadanos detectan la amenaza de recortes de derechos laborales y sociales y un latente peligro regresivo en sus condiciones de vida.

El dictado de los mercados

El movimiento 15-M ha hecho bandera de la exigencia de que «la política no esté sometida al dictado de los mercados» y de la reclamación de «soberanía popular» frente a «soberanía económica». «¿De qué sirve votar si mandan los mercados y los banqueros?», se preguntan.

Los inversores imponen las políticas económicas a los gobiernos sólo en el supuesto de que el país haya incurrido en unos volúmenes de deuda (sea pública o privada) que superen la percepción de capacidad de pago del país. Y en España, durante la década previa a la crisis, y al compás de la mayor burbuja inmobiliaria que se haya generado en el continente, «el endeudamiento del sector privado creció por encima del de cualquier otro país desarrollado», en expresión, hace justo un año el profesor Emiliano Carluccio en un periódico de este mismo grupo editorial.

El principal drama español no es, como se dice habitualmente, la deuda pública.

La suma del endeudamiento de la Administración central, las autonomías y los ayuntamientos españoles apenas representa algo más del 60% del PIB (la riqueza que genera España cada año), un nivel veinte puntos inferior a la media europea (80%) y a la del resto de los grandes países europeos.

El estímulo fiscal

Y ello a pesar de que se intensificó desde 2008 por las políticas de estímulo fiscal y por el coste de la cobertura de desempleo, que alcanza ya un desembolso de 35.000 millones anuales, una cifra superior al déficit del Estado previsto para este año.

Pero mientras el conjunto de las administraciones españolas adeudan 639.767 millones, sólo las familias españolas tienen contraídos débitos financieros por un monto de 886.460 millones, el 38,6% más que el conjunto de todo el Estado. Y a ello se suma que las empresas privadas españolas tienen contraído un endeudamiento adicional de 1,2 billones de euros más. Esto significa que la deuda privada nacional representa del orden del 189% del PIB.

El endeudamiento exterior

Sin embargo, lo determinante en esta crisis, y lo que da cancha a la presión de los mercados, no es tanto el volumen de deuda como el endeudamiento exterior, es decir, el volumen de dinero que los agentes públicos y privados del país deben al resto del mundo y a los mercados financieros. Países con una deuda pública muy superior a la española -caso de Japón (200%), Italia (117%), Bélgica (101%) y otros- apenas han sufrido ningún embate de los mercados porque el grueso de sus bonos están en manos nacionales y su financiación no depende de forma mayoritaria de los prestamistas internacionales.

Éste no es el caso de España, cuya deuda exterior (en su mayor parte, privada) equivale al 170% del PIB. Es decir, del orden de 1,87 billones de euros que los españoles han de devolver al resto del mundo. Y ello porque durante los años de la euforia el país estuvo importando dos tercios de los recursos financieros que demandaban sus empresas y familias para consumir e invertir. El ahorro nacional sólo era capaz de financiar el tercio restante.

El preocupante déficit de los bonos públicos

La deriva de apalancamiento, generadora del preocupante déficit exterior español crónico, alcanza hoy también a los bonos públicos. El escaso ahorro interno ha supuesto que, a diferencia de lo que ocurre en otros países del área -incluso algunos con una deuda soberana muy superior-, la tenencia por inversores extranjeros de títulos soberanos españoles alcanza ya algo más del 50%.

Los mercados financieros, como cualquier prestamista, imponen y extreman las condiciones y exigencias a los prestatarios cuando éstos han acumulado débitos muy por encima de sus posibilidades de pago presentes o futuras. Y el modelo de crecimiento español, del que han participado todos los agentes económicos, incluidos los ciudadanos que ahora pueden ver mermados sus derechos, hicieron posible unos niveles desorbitados de deuda nacional (mayoritariamente privada) que ahora han puesto al país bajo el escrutinio de sus acreedores.

Mientras la economía crecía y el crédito internacional fluía en abundancia y a coste muy bajo, no hubo problema para financiar el crecimiento y refinanciar las deudas. Pero todo cambió cuando sobrevino el desplome internacional y el paro y la recesión hicieron temer por la capacidad española para pagar.

Que los mercados financieros pueden imponer la política económica a los estados si los países incurren en débitos extremos fue descrito por los economistas al menos desde el siglo XVIII. Pero ello no porque el poder político esté supeditado necesariamente al poder financiero, sino porque los endeudados siempre son atenazados por sus prestamistas, y porque los prestamistas acrecientan su usura cuanto mayor sea la carga de sus deudores y menor su capacidad de pago. A mayor riesgo, las condiciones de cobro se hacen más leoninas. Por eso Italia, con casi el doble de deuda pública que España, apenas se vio acosada: su exposición deudora a los mercados internacionales es baja. j. c. valencia