En plena etapa eufórica de la economía española e internacional (1996-2007) los dos partidos gobernantes en España (PP y PSOE) compitieron en bajar cargas fiscales y suprimir impuestos justo cuando la fase alcista del ciclo no precisaba de tales estímulos. Y ahora, en medio de la mayor crisis económica desde la II Guerra Mundial y cuando sí son necesarios incentivos que reanimen la actividad y la demanda, los dos partidos, sin margen de maniobra en materia fiscal a causa de los recortes tributarios del pasado, se vieron obligados a subir impuestos para reducir el déficit público aun a costa de frenar la recuperación económica y agravar el paro.

Todos los agentes económicos privados son procíclicos: cuando las cosas van bien, todo tiende a que vaya a mejor, y cuando empiezan a ir mal, todo se confabula para que evolucione a peor. La banca, las agencias de "rating", la Bolsa, el mercado de la vivienda, el consumo... actúan al unísono y retroalimentan entre sí las tendencias. En época de crecimiento sobreactúan generando euforia, fuertes corrientes especulativas, revalorización de activos, pérdida de la percepción de riesgo, endeudamiento privado temerario, prácticas especulativas y generación de burbujas. Y cuando sobrevienen las correcciones a los excesos perpetrados, todos los factores que hasta entonces intervinieron de forma expansiva se dan la vuelta y operan como elementos depresivos: los bancos cierran el grifo, las agencias de "rating" revisan a la baja sus generosas triples A, las bolsas y los precios de los activos caen, la sensación de riqueza se disipa, se retrae el consumo, cierran empresas y se desborda el paro.

Las políticas públicas (monetaria y fiscal) son las únicas armas disponibles que podrían actuar de contrapeso para atemperar y atenuar esa tendencia intrínseca de la economía a incurrir en exuberancias irracionales que acaban abocando a fuertes etapas depresivas correctoras como la actual; pero no se hizo así en la época de bonanza previa a la actual crisis. Entonces, entre 1996 y 2007, se redujeron sistemáticamente los tipos de interés y los impuestos, añadiendo más presión a la economía e introduciendo factores expansivos adicionales que acabaron agravando los desequilibrios.

Un viejo adagio de la Reserva Federal de EE UU sostiene que el ponche hay que retirarlo cuando comienza la fiesta, pero en la última fase expansiva de la economía se hizo lo contrario: se sirvió más ponche. Y no sólo porque se mantuvieron los tipos de interés artificialmente bajos, sino porque se incurrió en descensos impositivos. Ambos factores contribuyeron, junto con la revalorización de activos, a expandir una falsa conciencia de prosperidad, tanto más irreal cuanto más se generalizaba el mileurismo salarial, y ello, sumado al comportamiento gregario y por emulación, abocó a una deuda privada que en el caso de España asciende hoy a 2 billones de euros: más de dos veces el PIB nacional.

La bajada de tipos a tasas reales negativas (por debajo de la inflación) y el consiguiente estrechamiento de márgenes forzó a la banca a rebajar sus estándares de exigencia en el crédito y en el análisis de riesgo hipotecario, y la supresión de figuras impositivas como el IAE (salvo para grandes empresas), el impuesto de sucesiones (de modo muy general) y el de patrimonio acabó haciendo depender cada vez más el sostenimiento del Estado y de los servicios públicos de los ingresos fiscales generados por la burbuja inmobiliaria, a cuya gestación también contribuyó la política de impuestos bajos.

De ahí que cuando la crisis internacional pinchó la burbuja en 2008 y sobrevino el desplome del artificio, las administraciones públicas afrontaron una caída dramática de sus ingresos tributarios, agravada, además, por la merma cuantiosa de la recaudación fiscal por el IVA, el IRPF y el impuesto de sociedades a causa de la recesión, la destrucción de empleo y las quiebras empresariales. A este desplome feroz de los ingresos se sumó un ascenso exponencial de los gastos por la cobertura del desempleo.

Todo ello generó un déficit fiscal que ha impedido a las administraciones europeas continuar actuando, como sí hicieron en 2008 y 2009, con políticas de estímulo. Lo que en origen fue una crisis de pavoroso endeudamiento privado se ha convertido, así, en una crisis de deuda soberana y de déficit público pero sin que se haya corregido el factor causal original: la bomba de relojería del endeudamiento privado (mucho más grave que el público) sigue latente y sin depurar. De modo que, en vez de una crisis, hay dos en busca de solución.

En este contexto de extrema dificultad, con las familias españolas convertidas en las segundas de Europa con mayor deuda pendiente de amortizar y en las primeras más afectadas por el paro, la subida de impuestos entraña una dificultad adicional. Primero fue el IVA y el impuesto sobre las rentas de capital, y ahora es la subida del IBI y del IRPF. España acaba de pasar, así, de la 12.ª a la 3.ª posición por tipo marginal más alto en el impuesto sobre la renta de las personas físicas.

No subir los impuestos

De este modo, lo que no se tributó en época de abundancia y prosperidad se acabará pagando de forma más dolorosa en tiempo de escasez y de penuria. La política fiscal sigue, pues, con el paso cambiado. Porque es ahora cuando más necesario era utilizar la vía fiscal como estímulo económico, si no bajando los impuestos, al menos no subiéndolos.

El aumento de la recaudación fiscal drenará recursos al sector privado. Esto, sumado al severo ajuste del gasto público, más el paro, la restricción crediticia y el fuerte endeudamiento de empresas y familias dificultarán la salida de la crisis por el camino de la demanda interna, ya sea pública o privada, y abocarán a la nueva recesión que se anuncia. De la anterior se salió en 2010 con gasto público. Ahora ya no será posible. Para combatirla habrá que ganar competitividad exterior, pero como ésta ya no es posible mediante la devaluación de la moneda, toda la presión se cierne sobre los recortes y sacrificios que se anuncian con las llamadas "reformas estructurales".