Estamos «conmemorando» el décimo aniversario de la explosión de la crisis financiera internacional, que daría lugar a la Gran Recesión, de la que el mundo no ha terminado de salir. En los primeros días de agosto algunos bancos y fondos de distinta naturaleza, que habían adquirido bonos de titulización hipotecaria emitidos en EE UU, con la máxima calificación crediticia, empezaron a comprobar que lo que habían comprado como si fuera oro, no era más que chatarra sin valor alguno. Los balances de muchas sociedades financieras a lo largo y ancho del mundo occidental -no tanto las españolas— acumulaban centenares de miles de millones de dólares estadounidenses de estos «activos» tóxicos. La falta de transparencia dio lugar a una inmensa incertidumbre que originó la desconfianza de unas entidades en otras, cerrándose, fundamentalmente, tanto los mercados interbancarios como los de bonos de titulización, con independencia de que los activos subyacentes fueran de mayor o menor calidad.

El mundo vivió una crisis de proporciones desconocidas desde el «crack» de la bolsa, en 1929, que dio lugar al hundimiento del conjunto de la economía norteamericana, en la denominada Gran Depresión de los años 30 del siglo XX. En aquel momento, John Maynard Keynes señaló que la crisis no era más que una corrección necesaria tras los insostenibles excesos de las décadas anteriores; esto es, un cierto regreso a la «normalidad», después de un largo periodo de opulencia sin supervisión. Me arriesgo a hacer «análisis ficción» al señalar que Keynes consideraría que la crisis financiera de 2007/2008 y la Gran Recesión tienen un origen extremadamente parecido a la de 1929 y a la Gran Depresión. Y si sus consecuencias no han sido, en la mayoría de los casos, tan profundas, ha sido porque los grandes banqueros centrales, liderados por Ben Bernanke, han practicado unas políticas monetarias diametralmente opuestas a las que hicieron sus predecesores en el primer tercio del XX.

Fueron las teorías keynesianas, aplicadas por el presidente Roosevelt mediante el «New Deal», las que sacaron a EE UU de la Gran Depresión. Y somos bastantes los que nos preguntamos si no se podría haber hecho algo más, en la misma dirección, a partir de 2008, para evitar toda esta década perdida. Creemos que existen políticas que podrían haber mejorado el crecimiento, la creación de empleo y la estabilidad financiera. Por tanto, la cuestión adicional es, ¿por qué no se ha hecho? ¿Por qué se ha renunciado a aplicar políticas discrecionales estabilizadoras y se ha confiado, con nefastos resultados, exclusivamente en la consolidación fiscal y las reformas estructurales?

La respuesta es clara: por el fundamentalismo de mercado.

Ludwig von Mises lo apuntó con absoluta claridad: «Los mercados son perfectos, los gobiernos no». Los errores en la aplicación de las doctrinas keynesianas, durante los primeros años de la década de 1970, dieron lugar al inicio de una revolución neoconservadora, apadrinada por Milton Friedman quien, como von Mises y Hayek, consideraba que los mercados siempre tienen razón, mientras que las intervenciones gubernamentales casi siempre son manifiestamente erróneas.

Sufrimiento

Así pues, en mi opinión, Occidente no ha sido capaz de aplicar políticas económicas, perfectamente conocidas y contrastadas, que podrían haber mejorado las condiciones económicas y aliviado el sufrimiento de la gente, «gracias» al fundamentalismo dogmático del mercado.

Que nadie se confunda conmigo. Reconozco, con convicción, la utilidad de los mercados competitivos como la mejor fórmula para una eficiente asignación de los recursos y para la creación de riqueza. Pero en la medida que, en sentido estricto, los mercados competitivos apenas si existen, los mercados deben estar sometidos a controles que eviten sus distorsiones y sus nefastas consecuencias. Y ese es un papel de los gobiernos democráticos.

Reivindicar el papel de los mercados, adecuadamente regulados, nada tiene que ver con el «fundamentalismo de mercado», porque este último es el que inspira muchísimas de las falacias teóricas que nos conducen al desastre, como que los mercados financieros siempre son racionales y eficientes, que los bancos centrales solamente han de ocuparse de controlar la inflación, pero no han de preocuparse del empleo o de la estabilidad financiera, o que la política fiscal ha de ser neutra, garantizando la estabilidad presupuestaria, sin entrar ni en la redistribución de la riqueza, ni en las políticas discrecionales estabilizadoras del ciclo.

Quienes consideren que el «fundamentalismo de mercado» es solamente una posición doctrinal están, como mínimo, benevolentemente equivocados. Keynes ya nos enseñó que quienes dictan las reglas en un mercado desregulado son justamente los poderosos del sistema. Aquellos que en momentos de estabilidad y de favorables expectativas «dejan» que todos puedan jugar, pero que, en momentos de turbulencias, se hacen cargo de la nave en defensa exclusiva de sus propios intereses. También Michal Kalecki advirtió, en 1943, que cuando el gobierno de un país supiera qué políticas aplicar para mantener el pleno empleo, era muy probable que se formara un poderoso bloque de intereses para impedirlo, buscando a más de un economista que declarara que esa era una situación manifiestamente errónea. Efectivamente, así sucedió mucho después.

Los fundamentalistas del mercado que apoyan la desregulación afirman que estas políticas son beneficiosas para el conjunto de la población desde un punto de vista social, porque aumentan la riqueza total, resultando irrelevante cuál sea la distribución de la renta, ya que, conforme a los principios de Pareto, se supone que los que ganan más, siempre pueden compensar a los perdedores. El problema radica en que son los mismos fundamentalistas del mercado los que después, de hecho, «prohíben» la redistribución de la riqueza, por ser desincentivadora.

Lo cierto es que, desde los años 80 del pasado siglo, se fue imponiendo una revolución neoconservadora contra el estado del bienestar, que ha dado lugar a una repetición de la historia, porque nos condujo a lo que Keynes, refiriéndose a los años 20, denominó el «capitalismo de casino». Pensemos, por ejemplo, que entre 1980 y 2014, el sistema financiero creció seis veces más rápido que la economía real, siendo la principal vía para mover flujos de dinero y de riqueza desde los sectores productivos de la sociedad hacia las élites financieras. Esa es la razón por la que la desigualdad ha alcanzado niveles inaceptablemente altos, con los ricos haciéndose cada vez más ricos, y los pobres, cada día más pobres.