Nuestros padres nos enseñaron a ser buenas personas, a tratar con respeto a todo el mundo, sea cual fuera su posición o condición. Solo las grandes personas lo consiguen poner en práctica. José Enrique Garrigós fue una de ellas. La primera vez que traté con él, en el consejo de la CAM, vi un corro de gente que compartía risas y charla. Él estaba en el centro. De inmediato, me sorprendió su cercanía y su empatía extremas. Lo precedían su fama como presidente de la Cámara de Comercio (sucediendo ni más ni menos que al mítico Valenzuela) y como empresario luchador. Pero aquella mañana, en la sala noble de la Caja, me encontré a un hombre de una simpatía arrolladora. A los cinco minutos ya había roto el rígido protocolo de aquellos consejos encorsetados. Pidió el turno de palabra y le dijo a Roberto López, entonces director general: «A ver, a mí hábleme usted como si yo fuera Belén Esteban». Esa fue su primera intervención.

Estaba hecho de otra pasta: de esa mezcla dulce y melosa con la que toda España acompaña sus brindis en Navidad. Sabía convencerte con la suavidad del trato amable y algún que otro chiste bien traído. Al mismo tiempo, sabía darle a sus argumentos y opiniones la firmeza y la dureza del mejor de los turrones, elaborado por su familia desde el siglo XIX. Así era él: directo, sencillo, humilde, pero avasallador. Era imposible no llevarse bien con él. A base de sonrisas y chistes, te llevaba a su terreno. Sin darse uno cuenta, habías caído en sus redes. Pero sabías que llegarías a buen puerto. Era el mejor capitán del barco, tanto en la empresa familiar como después en la Cámara o en la CAM. Gobernaba y ejercía el poder de una forma tan sutil que alguien que no lo conociera era incapaz de imaginar que era el presidente. Esa habilidad le otorgaba una aureola mágica. Cuando entraba Garrigós, cualquier lugar se iluminaba. Y era fácil averiguar dónde estaba: solo había que seguir las risas y fijarse en el grupo de gente más numeroso.

Con él se apaga una forma de entender la vida que es sin duda la única forma de afrontar esta vida: con una sonrisa. Fiel a sus amigos y a su familia, nunca fallaba a nadie. Cuando dejó de ser presidente de la Cámara de Comercio, se notó enseguida que, más que el cargo que ocupaba, él era lo más importante, el pilar maestro. Criado en el esfuerzo y el trabajo constantes, siguió activo hasta el final. Y, lo mejor, con la misma sonrisa, la misma mirada amable y la misma integridad con la que saludaba al Rey o al camarero que servía los canapés. Con igual intensidad y afecto. Y eso lo hacía grande y respetado por todos.

Garrigós deja un hueco inmenso. Hoy el único consuelo que nos queda es saber que tuvimos la suerte de conocerlo y tratarlo, de compartir minutos de alegría con él. Hoy tan solo nos queda decir, como solía hacer él, con la más amplia de las sonrisas: «Eh, señores, anem-nos-en!».