Hay más de un Fitur. Hay uno más discreto, y también el más importante, que se juega en pequeñas mesas detrás de parabanes asépticos en medio del barullo y en múltiples lenguas. Se puede aprovechar para volver a ver y seguir seduciendo a tal o cual touroperador que mueve a clientes con un interés muy particular, en observación de pájaros, por ejemplo.

Puedes conectar con gigantes como Jet 2, que te regalan buenas noticias como que el Brexit es un misterio que no afecta a destinos como Benidorm, y que las reservas británicas para verano andan seis puntos por arriba del año pasado por estas fechas.

También se puede seguir cortejando a los que mandan en las grandes aerolíneas, constatar que Ryanair sigue confiando en Valencia, aunque tengan interés en que Valencia haga lo posible para que las rutas con Francia vayan más llenos. O desplegar tus encantos frente a los responsables de aeropuertos, pongamos de una gran capital cultural rusa como San Petesburgo, que luego son los que a su vez pueden sugerir a una aerolínea que Valencia es un destino que no les va a fallar. «La promoción turística es el arte de la constancia», ha dejado dicho el secretario autonómico de Turismo, Francesc Colomer, estos días en Madrid. Pico y pala.

Luego hay otros fitur. La feria de turismo de Madrid no es una feria al uso. Se va a hacer negocio, sí, de hecho sube el número de metros dedicado a reuniones y de empresas que vienen a 'vender' lo suyo. Pero no se cierran negocios como en las grandes ferias industriales. Más bien se tejen relaciones.

Luego también se alimentan autoestimas. Es el Fitur más ruidoso y barroco, el institucional, el que lleva detrás un reguero de cámaras y asesores; es también el más endogámico, de autoconsumo, y que también 'fa país'. El de los alcaldes presentando lo que va hacer su pueblo ese año, el de los responsables autonómicos dando apoyo a lo genuino de cada zona, fotografiándose con lo que llena de orgullo a cada pueblo. Es el de Mónica Oltra recogiendo una muñeca de Onil, la cuna del juguete valenciano; o el de Ximo Puig ajustándose el delantal y manchándose de barro para hacer una pieza de cerámica de Manises.

También es el de los políticos opositores apoyando a sus alcaldes y concejales, como Isabel Bonig o Toni Cantó. Es el del desembarco político, en definitiva, pero en versión low cost para espantar los fantasmas de bigotes y pabellones de escándalo con precios disparatados.