Decía Borges que los miembros de una misma generación suelen escribir el mismo libro. Y, efectivamente, a los economistas valencianos de esta generación -especialmente aquellos que hemos pasado por la Administración- nos ha tocado escribir el mismo libro: un relato de las decisiones administrativas, ajenas a nuestra tierra, que han ido socavando nuestras oportunidades de crecimiento, hasta situar al otrora “Levante feliz” doce puntos porcentuales por debajo de la media nacional en renta per capita.

El siempre prometido, pero todavía pendiente, Corredor Mediterráneo; la anémica e injusta financiación autonómica; o la desaparición de nuestras cajas de ahorros (obra y gracia de una desregulación bancaria irreflexiva), son manidos ejemplos de decisiones administrativas adoptadas a 300 kilómetros de distancia, con dramáticas consecuencias para nuestra sociedad. Menos conocido, especialmente por los más jóvenes, es el episodio de la creación de la Bolsa de Valores de València. En los últimos días hemos sabido que la sociedad valenciana Libertas 7, una de las últimas mohicanas del parqué valenciano, pasará a cotizar en el mercado continuo. Se trata de un hecho simbólico que ha impactado de forma virulenta en el subconsciente de aquellos que, por obligación o devoción, interactuamos todavía entre los restos de lo que fue el sistema financiero valenciano. Una ocasión para recordar los hechos que dieron lugar al nacimiento de nuestro mercado bursátil y comprender las circunstancias que explican su virtual desaparición, subsumido en el denominado Mercado Continuo. La burguesía local valenciana siempre reivindicó la creación de una gran plaza financiera en Valencia, que trascendiera de las estrictas necesidades de financiación de su hinterland agrario y protoindustrial. La existencia de un clúster financiero, que pivotara en torno a un sistema bancario autóctono y una bolsa de valores ubicada en el corazón de la ciudad, se consideraba esencial para facilitar la acumulación de capital en los negocios industriales y promover el crecimiento económico de la región a medio y largo plazo. Así, la primera solicitud formal por constituir una Bolsa de Valores en Valencia data de 1860, treinta años después de la creación de la Bolsa de Madrid, y treinta años antes de la fundación de la Bolsa de Bilbao.

Nos ha tocado escribir el relato de las decisiones administrativas tomadas ajenas a nuestra tierra

Manuel Illueca - Director General del IVF

Al menos en cuatro ocasiones a lo largo del siglo XX (en 1930, 1934, 1944 y 1952), la Cámara de Comercio de Valencia plantea al gobierno de España la idea de constituir un mercado de valores en la ciudad. Finalmente, en 1970 inicia su actividad el denominado «Bolsín Oficial de Comercio», que supone el germen de la Bolsa de Valencia, finalmente aprobada mediante Real Decreto de fecha 29 de agosto de 1980. En definitiva, un siglo y dos décadas después de que Valencia lo solicitara por primera vez, Madrid autoriza la creación de nuestra Bolsa de Valores. Nunca sabremos qué efecto habría tenido la bolsa sobre la incipiente actividad industrial valenciana de mediados del siglo XIX; quizá hubiera permitido una especialización productiva en procesos industriales más intensivos en capital, con efectos a largo plazo. En cualquier caso, lo que sí parece claro, es que paradójicamente la autorización del Gobierno llegó cuando el mercado local ya no era necesario. De hecho, los primeros pasos de nuestra bolsa coinciden en el tiempo con una profunda transformación del sector, impulsada por la incorporación de las tecnologías de la información a las transacciones financieras; y la estrategia de desregulación y liberalización de la economía española, que culmina con la aprobación de la Ley 24/1988, del Mercado de Valores. En el momento de la aprobación de la ley, el procedimiento de negociación único es el sistema de corros, una suerte de subasta que reunía a los agentes del mercado a una hora concreta en la sede de la bolsa para cruzar de viva voz órdenes de compraventa de activos financieros.

Este sistema planteaba distintos inconvenientes. Por un lado, los valores podían ser admitidos a negociación en distintas bolsas, de modo que un mismo activo podía cotizar de forma diferente en las distintas plazas financieras españolas. Por otra parte, la naturaleza presencial de la negociación imponía elevados costes de transacción, limitando el atractivo de las bolsas para los agentes intervinientes en el mercado. Consciente del problema, la Bolsa de Madrid venía desarrollando un sistema electrónico de negociación que permitía realizar transacciones a distancia a través de terminales informáticos. Mediante este sistema las bolsas de valores podían transformarse en mercados virtuales, mucho más eficientes desde el punto de vista de la incorporación a los precios de toda la información relevante sobre el riesgo y la rentabilidad de los activos. Al no ser necesaria la presencia física para negociar, ni requerirse simultaneidad en las órdenes de compra y venta, el sistema permitía la integración de todas las bolsas españolas en un mercado único de naturaleza virtual. De hecho, así lo preveía la propia del Mercado de Valores en su artículo 56 con la creación del Sistema de Interconexión Bursátil (SIBE), que daría lugar al Mercado Continuo.

Debido a su menor coste y mayor agilidad, el Mercado Continuo acabó canibalizando el sistema de corros, de forma que el volumen de negociación en las bolsas regionales quedó reducido a niveles prácticamente marginales. Hoy por hoy, los operadores pueden acceder directamente al mercado continuo, o cursar órdenes de compraventa a través de cualquiera de las bolsas oficiales en las que el valor esté admitido a negociación. De hecho, al objeto de aumentar la liquidez de los valores, la mayoría de las empresas opta en la práctica por solicitar la admisión a negociación tanto en el mercado continuo como en todas las bolsas oficiales del país. Nominalmente estas últimas conservan su estatus de mercado de valores, pero de facto constituyen meras puertas de acceso a un mercado nacional integrado, de naturaleza virtual, que depende funcionalmente de la Sociedad de Bolsas. Como consecuencia de todo ello, en el complejo del Palau dels Boïls d’Arenós, -sede de la actual Bolsa de Valencia-, dejaron de desarrollarse las actividades que constituyen el objeto de un mercado bursátil. Hoy por hoy, el antiguo parqué valenciano ofrece únicamente servicios de naturaleza privada no siempre complementarios al mero intercambio de activos y pasivos financieros, como la atención al cliente (la denominada protección al inversor); la celebración de eventos; el desarrollo de incubadoras de empresas (como el denominado «entorno pre-mercado»); la formación financiera; o la elaboración de estadísticas y publicaciones vinculadas a la actividad bursátil.

La del parqué valenciano es la triste historia de una aspiración colectiva que no pudo ser

Manuel Illueca - Director General del IVF

Todas ellas actividades muy loables, pero en modo alguno asimilables a los servicios propios de la bolsa y, generalmente, sustitutivas de la oferta de servicios financieros que cualquier consumidor puede obtener libremente en el mercado. Así que, en efecto, la del parqué valenciano es la triste historia de una aspiración colectiva que no pudo ser. Llegó tarde, cuando Valencia ya no lo necesitaba, porque la tecnología proporcionaba soluciones de intermediación más eficientes en torno a mercados virtuales que -al eliminar la presencialidad en las transacciones- permitieron la concentración de las actividades financieras en torno a la capital de España. Es una historia que lamentablemente se repite: objetivos perseguidos por la sociedad valenciana que, cuando finalmente se consiguen, son extemporáneos. Una lacerante historia de agravios comparativos que, volviendo a Borges, nos obliga a preguntarnos si la próxima generación de economistas valencianos podrá finalmente construir un relato alternativo al actual, por haber logrado nuestra Comunitat el trato que, sin duda, merece.