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«Los superávits comerciales no son signo de trabajo duro y ahorro»

Michael Pettis,  profesor de Finanzas en la Universidad de Pekín

Michael Pettis, profesor de Finanzas en la Universidad de Pekín / Activos

Jordi Cuenca

Michael Pettis | Profesor de Finanzas en la Universidad de Pekín (Zaragoza, 1958), es autor, junto a Matthew C. Klein, de ‘Las guerras comerciales son guerras de clase’ (Capitán Swing), libro en el que, entre otras cuestiones, concluyen que muchas veces dichos conflictos son el resultado inesperado de decisiones políticas internas para servir a los intereses de los ricos a costa de trabajadores y jubilados. Fue el fundador y copropietario del club nocturno de punk-rock D22 de la capital china. Un heterodoxo, vamos.

Dicen en el libro que la desigualdad distorsiona la economía y amenaza la paz. ¿Por qué?

Aparte de las implicaciones políticas y sociales de la desigualdad de ingresos, que no abordo porque son obvias, desde un punto de vista económico el aumento de la desigualdad de ingresos aumenta el ahorro de los ricos [que ahorran la mayor parte de sus ingresos] y reduce el consumo total [los pobres y la clase media consumen la mayor parte de sus ingresos]. Esto podría ser positivo para una economía en desarrollo, o una economía destruida por una guerra o una catástrofe natural, porque este mayor ahorro puede utilizarse para financiar inversiones en infraestructuras muy necesarias. Pero las economías avanzadas ya tienen un exceso de ahorro, de modo que el ahorro adicional de los ricos acaba financiando la creciente deuda de los gobiernos y de los hogares corrientes. Por eso la desigualdad de ingresos es económicamente tan perjudicial para Estados Unidos, Europa y otras economías avanzadas.

Concluyen que la guerra comercial no es un conflicto entre países, sino entre banqueros y dueños de activos financieros, por un lado, y familias corrientes, por otro. ¿La guerra de clases?

No se trata de una lucha de clases en el sentido marxista, sino de una situación en la que lo que beneficia a los banqueros y a los propietarios muy ricos de capital mobiliario –en otras palabras, a los miembros de la élite mundial– se produce a expensas de los trabajadores, los agricultores, los pequeños productores y la clase media. Mientras los primeros se benefician del aumento de su participación en la producción total, los segundos deben pagar por ello, ya sea en forma de un crecimiento más lento o de una mayor deuda. Este problema no es nuevo. En la década de 1930, el brillante Marriner Eccles, elegido por Franklin D. Roosevelt para presidir la Reserva Federal [de EEUU], planteó exactamente lo mismo. Argumentó que, sin una redistribución de la renta de los más ricos al resto de la población, la economía solo seguiría contrayéndose, de modo que todos, incluso los ricos, acabarían empeorando.

«En los 60, la URSS crecía tan rápido que todo el mundo creía que se convertiría en la primera economía del mundo»

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Siguiendo con las desigualdades, ¿la riqueza desorbitada en unas pocas manos es consecuencia de un exceso de economía financiera y, por tanto, una menor relevancia de la economía productiva?

Ambas cosas están relacionadas. En una economía moderna, las empresas invierten principalmente para aprovechar el aumento de la demanda, pero para seguir siendo competitivas deben invertir en países que mantengan los salarios bajos en relación con la productividad. A menudo pensamos en países con salarios bajos como Vietnam o, hasta hace poco, China, pero en realidad incluso los países con salarios altos –Alemania, Países Bajos– son competitivos internacionalmente principalmente porque los salarios son bajos en relación con los altos niveles de productividad de los trabajadores. El problema de este modelo es que, a medida que la fabricación mundial se desplaza de países en los que los trabajadores cobran una parte mayor de lo que producen a países en los que los trabajadores cobran una parte menor, es obvio que la demanda total de los trabajadores a nivel mundial disminuirá. En ese caso, mientras que la inversión en los países más competitivos aumenta, la inversión productiva total a nivel mundial cae, por lo que los ahorros a nivel mundial comienzan a perseguir los activos existentes en los mercados inmobiliarios y de acciones, bonos y materias primas. Por eso asistimos a una creciente financiarización de la economía mundial.

Subir el salario mínimo y elevar los impuestos a los que más tienen son algunas medidas que ustedes defienden en su libro para la eurozona y que España está aplicando con cierta contestación de las élites, que también rechazan los impuestos a la banca y las compañías eléctricas por los ingresos extras a causa de la inflación. ¿Qué opina?

No creo que la verdadera limitación para subir los salarios sea la inflación. Creo que la limitación es la competitividad internacional. Hemos visto que los países en los que los trabajadores retienen una mayor proporción del PIB han visto cómo disminuía su participación en la industria manufacturera mundial, mientras que los países en los que los trabajadores retienen una menor proporción del PIB han visto cómo aumentaba su participación en la industria manufacturera mundial. Si los fabricantes españoles aumentan los salarios, ya sea directa o indirectamente –por ejemplo, reforzando la red de seguridad social–, serán menos competitivos internacionalmente en relación con los fabricantes de Alemania, China, Japón, los Países Bajos, Taiwán y cualquiera de los otros países que han conseguido suprimir el crecimiento de los salarios directos o indirectos. El problema, en otras palabras, no son los fabricantes codiciosos, sino un sistema de comercio mundial que, como en los terribles años 30, permite a los países que rebajan los salarios ganar la batalla mundial de la competitividad. Las empresas en España y en todas partes no tienen elección. Si quieren seguir siendo competitivas, deben bajar los salarios o externalizar y localizar la producción en el extranjero. Si no lo hacen, perderán frente a sus competidores internacionales. Entonces, ¿cuál es la solución? Yo diría que hasta que no reformemos la versión actual de la globalización de forma que penalice a los países cuyas políticas garanticen el crecimiento de las exportaciones y los superávits comerciales –que es lo que propuso John Maynard Keynes en 1944–, no habrá forma de resolver este problema. Los países pueden elegir salarios justos o competitividad internacional. No pueden elegir ambas cosas.

Al principio de la gran recesión hubo una reacción política izquierdista, como el movimientos Ocuppy Wall Street y la irrupción de formaciones como Unidas Podemos en España y Syriza en Grecia. Sin embargo, ahora, la corriente que parece extenderse más por Occidente es una reacción ultraconservadora, que probablemente estén promoviendo y financiando los más ricos para que les voten los más dañados por la desigualdad. ¿Qué opina?

Estos movimientos tenían razón al criticar la globalización, pero nunca entendieron del todo por qué la globalización era un problema económico para el mundo, ni cuál sería la solución correcta. Pero, para ser justos con sus afirmaciones, mientras hablamos de una reacción de derechas, merece la pena señalar que la derecha adoptó muchas de las críticas de la izquierda a la globalización.

«Las empresas, si quieren seguir siendo competitivas, deben bajar los salarios o externalizar producción»

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En el libro señalan a Alemania como un país contenido en el consumo que consigue exportar mucho y que provoca desequilibrios en otros países, como sucedió con España o Grecia, a los que luego exige sacrificios que acaban pagando, con los recortes públicos, los trabajadores y jubilados.

Algunas personas todavía se sorprenden cuando digo esto porque existe el malentendido generalizado de que los superávits comerciales son un signo de trabajo duro y ahorro, y los déficits comerciales, un signo de pereza. Esto es un completo disparate. Un país trabajador –y no creo que exista un país que no lo sea– se ve recompensado en el comercio no con superávit, sino importando cada vez más bienes por la misma cantidad de exportaciones. En otras palabras, el aumento de las exportaciones va acompañado de un aumento aún más rápido de las importaciones. Cuando un país registra superávits importantes y persistentes, eso solo significa que los hogares ordinarios de ese país reciben una parte menor de lo que producen que sus socios comerciales. Por eso no pueden consumir lo que producen y deben exportar el saldo. Recordemos que, hasta 2004, Alemania tuvo déficits comerciales, pero solo después de las reformas Hartz de 2003-2005, que originaron una fuerte desaceleración del crecimiento salarial, volvió a tener enormes superávits. Pero lo que era bueno para el crecimiento alemán acabó perjudicando a Europa. Ese es el problema de nuestra versión de la globalización.

Durante la presidencia de Donald Trump, Estados Unidos viró hacia una política de restricciones comerciales que se acentuó durante la pandemia de covid en algunos ámbitos. ¿Está conjurado el peligro del aislacionismo comercial?

No. Me disgusta Trump y todo lo que representa, pero no creo que sus políticas sean proteccionistas. De hecho, me parece increíblemente tonto cuando los países con superávit acusan a los países con déficit de ser proteccionistas. Por definición, las políticas proteccionistas son aquellas que obligan a los hogares a subvencionar la fabricación, de modo que, mientras las exportaciones crecen, las importaciones no pueden seguir el ritmo. Las políticas proteccionistas incluyen los aranceles, que funcionan transfiriendo ingresos de los hogares –que son todos importadores– a los fabricantes –que son exportadores netos–, pero hay muchas otras políticas similares. Las monedas baratas, un sistema bancario administrado, los controles de capital, la supresión de los sindicatos y de los derechos de los trabajadores, la degradación medioambiental, una red de seguridad social débil, la inversión excesiva en infraestructuras de transporte, las subvenciones a la fabricación y muchas otras políticas hacen todas lo mismo: subvencionan directa o indirectamente los costes de fabricación a expensas, directa o indirectamente, en última instancia, de los hogares corrientes. Así es cómo funciona el proteccionismo. La teoría del comercio nos dice que en un sistema comercial que funcione bien, salvo contadas excepciones, es imposible que los países registren grandes superávits o déficits persistentes. El hecho de que muchos países registren superávits permanentes es prueba de que han aplicado políticas que impiden que los hogares consuman una parte tan grande de lo que producen como sus socios comerciales. Dicho de otro modo, los países con superávit permanente son, casi por definición, mercantilistas y proteccionistas. Los países deficitarios no pueden ser proteccionistas. Pensemos en Europa. Desde 2008-2009, mucha gente ha argumentado que el problema en Europa es que algunos europeos –incluida España, por supuesto– eran perezosos, derrochadores e ineficientes, y por eso tenían grandes déficits, mientras que otros europeos –los alemanes– eran ahorradores, trabajadores y eficientes, y por eso tenían superávit. Pero, ¿cómo es posible que los españoles se volvieran perezosos exactamente al mismo tiempo que los portugueses, los griegos, los italianos y los franceses, y que esto ocurriera exactamente al mismo tiempo que los alemanes se volvían trabajadores, es decir, alrededor de 2003-2005? Es absurdo. La cultura y las instituciones no pueden cambiar tan rápidamente y en tantos países al mismo tiempo. Lo que realmente ocurrió, por supuesto, es que Alemania aplicó leyes laborales que causaron un colapso en el crecimiento de los ingresos de los hogares en Alemania, y esto condujo a los enormes superávits comerciales de Alemania que se produjeron a expensas de otros países europeos.

¿Cuán de peligrosos son los desequilibrios chinos para la economía mundial?

La buena noticia es que China reconoce cada vez más que estos desequilibrios están creando un enorme problema interno. La participación de los ingresos familiares en el PIB chino es de las más bajas de la historia. La mala noticia es que, aunque Pekín lleva más de una década insistiendo en que debe aumentar el consumo interno para reducir su dependencia de las exportaciones y la inversión, ha sido incapaz de hacerlo. El resultado es que China está sufriendo el crecimiento más rápido de la deuda de la historia.

Las fricciones comerciales también han estado detrás de muchas guerras. ¿Es inevitable un enfrentamiento a futuro entre el declinante imperio de Estados Unidos y el emergente de China?

Creo que la guerra es muy improbable, pero no tengo ninguna experiencia especial en predecir guerras. También considero que hay que tener mucho cuidado con las predicciones sobre una China emergente. No olvidemos que, en la década de 1960, la URSS crecía tan rápido que casi todo el mundo estaba de acuerdo en que se convertiría en la mayor economía del mundo en dos décadas. En 1961, Paul Samuelson llegó a decir que ocurriría antes de 1984. Hoy esa predicción parece absurda. En su momento álgido, el PIB de la URSS representaba aproximadamente el 15% del PIB mundial, pero dos décadas más tarde se había reducido a alrededor del 4%. Hicimos la misma predicción sobre Japón en los años 80. A principios de los 90 alcanzó el 17% del PIB mundial y dos décadas más tarde ronda el 7%. China se sitúa hoy en torno al 17% del PIB mundial, pero ya hay indicios claros de que puede haber tocado techo. La razón puede ser que ha seguido el mismo modelo de crecimiento basado en la inversión que siguieron la URSS y Japón –y muchas otras economías milagro, como Brasil en los años 60–, con la diferencia de que ha llevado los desequilibrios a niveles nunca vistos. Nuestro historial a la hora de hacer estas predicciones ha sido terrible hasta ahora, y parece que acabaremos cometiendo el mismo error otra vez.

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