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Memoria volátil

Memoria volátil

Define la Wikipedia a la memoria volátil como aquella «cuya información se pierde al interrumpirse el flujo eléctrico». La mayor enciclopedia del mundo, un símbolo de esta era de la cultura compartida y de la revolución tecnológica, recoge en sus infinitas páginas virtuales toda una metáfora como esta de nuestra existencia actual y del nuevo tiempo de las cosas. Del ritmo al que caducan los recuerdos intimidados por los cantos de sirena de la evolutiva actualidad. Porque basta con mirar atrás en el tiempo y especialmente no demasiado para percatarse de que todo tiene ya otra velocidad. Desde el retrovisor aún vemos a corta distancia, por ejemplo, aquella España que hace apenas seis años superaba por fin los cuartos en penaltis ante Italia, para finiquitar después con ese mítico gol del Niño ante Alemania la final de la Eurocopa de fútbol. Todos y cada uno de los aficionados españoles al deporte de la pelota recuerdan/amos el momento exacto en que Casillas levantaba aquella copa, la primera instantánea en color lejos de la clásica frustración.

No hace tanto de eso, y sin embargo es complicado entender que por aquel entonces no subíamos fotos a ninguna red social celebrando nada, ni compartíamos sensaciones en una Internet abierta, ni restregábamos por la cara a nuestros amigos extranjeros esa victoria colectiva; no lo hacíamos la mayoría porque, por aquel cercano pero lejano entonces, Facebook solo lo usaba un millón de españoles, una cifra diminuta en comparación con los 18 millones actuales. Ni había Whatsapp en el que convenir dónde ir a tomar la última, ni memes veloces, ni momentos que capturar con nuestros irrisorios teléfonos sin internet. Seis años, un tiempo que en el pasado arrancaba sin mucho ruido las hojas del calendario, y que despide ahora como villanos a los mismos jugadores que conquistaron no hace mucho una estrella que parecía inalcanzable.

Perdemos a menudo la percepción del tiempo y su paso, acostumbrados ya a que este nos arrolle, sin detenernos a pensar en cómo esta era en la que la tecnología es la dueña del ritmo nos ha vuelto, como consecuencia, radicalmente distintos. Y, sobre todo, en cómo ha configurado nuestra memoria para olvidar cada vez más rápido. Para acordarnos cada vez menos de las razones de peso que nos llevaban a ser fieles a una idea, a una forma de ser, a un estilo de vida. Para emborronarnos lo bueno del pasado y así lanzarnos a la esfera de lo desconocido. Para jugar con la tinta del refranero hasta poner en entredicho nuestra manera de entender la existencia. Una realidad líquida en la que no actuamos solo como personas, sino también como ciudadanos, y también como consumidores. Esta tensión relacionada con el tiempo es en estos últimos tiempos más evidente que nunca en nuestra realidad más cercana y más allá del balón.

El agradecimiento al rey Juan Carlos I ya ha tenido suficiente contrapartida a la monarquía en España para una minoría o no creciente de la sociedad; que prefiere arrinconar los recuerdos de una transición que en realidad no vivieron. Los sucesivos legados de unos y otros ya no son la excusa permanente que sustenta un voto; acudir a las urnas cada cuatro años parece a muchos ya todo una eternidad, con un futuro más repleto si cabe de inciertas páginas en blanco hasta la próxima elección. Por eso subsistir en forma de abstracto recuerdo en las vivencias de nuestro consumidor ya no es, desde el ámbito de las marcas, sinónimo de una eterna tranquilidad que justifique dejar de decirle por qué nos eligió y por qué aún lo debe de seguir haciendo.

Vivimos en una era en la que las marcas que aspiran a la perdurabilidad están más obligadas que nunca en la historia a recordar permanentemente a sus consumidores qué quieren hacerle sentir que no es sustituible fácilmente por aquella otra cosa que llegará hasta sus ojos con brillo cegador.

Un mundo en el que la velocidad del tiempo ya subió una marcha, dando la bienvenida con mayor frecuencia a cambios que lo cambian todo, una y otra vez, hasta rascar las emociones del ciudadano y consumidor y borrarle sus costumbres.

Todo llega más rápido, todo tiene una vida más corta. Pretender la fidelidad es un reto mayúsculo ante un consumidor sin memoria y amante de las monedas al aire para probar nuevas experiencias. Unos ciudadanos que empezamos a creer que ya nada es para siempre. Nada excepto los recuerdos que ahora se ubican en una historia más reciente, en ese lapso preciso en que lo olvidamos todo y volvemos a ser un libro por rellenar por marcas, movimientos y personas que encajan de manera relevante en nuestra realidad en movimiento. Ahí es donde debemos de estar, cambiando y comunicándole que aquí llegamos otra vez para quedarnos.

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