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Finanzas

Un autobús contra la exclusión

Bankia puso en marcha el pasado mes de abril una oficina móvil para dar cobertura a las 31 poblaciones de Castelló y Valencia que dejó sin sucursal bancaria casi un año antes

Un autobús contra la exclusión

Las campanas de la iglesia de Algímia d'Alfara doblan a muerte pasadas las diez de la mañana del pasado lunes, un día de atmósfera triste y goterones que irrumpen del cielo. Alguien se ha ido para siempre. Las ausencias se notan en esta población del Camp de Morvedre de solo 1.048 habitantes. No ha sido la única. Hace un año, Bankia cerró la oficina que tenía en la localidad y los vecinos se sintieron aún más abandonados. En un mundo en retroceso como el rural, cualquier pérdida invita a la nostalgia. Si quien se va es el banco de toda la vida, el sentimiento se tiñe de enfado. El malestar es patente entre unos ciudadanos que durante décadas fueron fieles a su caja y que ahora se sienten «desamparados». La Caja de Ahorros de Valencia y también la de Sagunt basó su inicial expansión en su propio territorio. Pocas localidades, incluso las más pequeñas, no tenían una oficina de la entidad. La caja cumplía de este modo un rol de inclusión social acorde con sus propósitos fundacionales. Con los años, ambas acabaron conformando Bancaja. Y nada cambió.

Pero llegó la crisis y sucedió lo inaudito. La mal gestionada Bancaja acabó uniéndose a Caja Madrid en BFA/Bankia. Esta última tuvo que ser intervenida en mayo de 2012. Provocó el rescate de España y necesitó una inyección de dinero superior a los 20.000 millones. Los socios europeos pusieron sus condiciones. Una de ellas fue que Bankia redujera su red de oficinas y su plantilla. Las sucursales que no fueran rentables debían ser cerradas. Así, 31 pueblos de la autonomía 25 de Castelló y seis de Valencia se quedaron sin oficina. «Nos dijeron que ya no era una caja, sino un banco y había que ganar dinero», asegura Filiberto Prats, alcalde de la vecina Albalat dels Tarongers, una población de 1.147 habitantes. La entidad financiera asegura que no le quedó otro remedio y que la decisión impuesta se adoptó en contra de la voluntad de sus nuevos gestores. También es cierto que en el nuevo mapa financiero surgido de la crisis la eficiencia es crucial y estas oficinas, aunque la de Albalat solo abriera dos horas durante dos días a la semana y fuera la única que existía en la localidad, no alcanzaban los estándares de rentabilidad.

Durante aproximadamente un año, estas poblaciones rozaron la exclusión financiera. Sin embargo, el pasado abril, Bankia puso en marcha una oficina móvil «ofibús» que hacía meses recorría otros territorios históricos de la entidad los de Caja Ávila, Caja Segovia y Caja La Rioja donde también hubo muchas poblaciones que se quedaron sin sucursal. El «ofibús» realiza en la Comunitat Valenciana veinte rutas. La del pasado lunes le llevó a primera hora de la mañana a Algímia y hacia el mediodía a Albalat. La oficina móvil se dedica fundamentalmente a lo que se conoce como operativa básica, es decir, actualizar libretas, sacar dinero o realizar ingresos. Operaciones de mayor envergadura como abrir cuentas o pedir un crédito tienen que realizarse en una sucursal, es decir, hay que desplazarse a alguna de las poblaciones próximas que siguen teniendo oficina de Bankia.

A pie o en coche

Es lo que ha hecho durante muchos meses una mayoría de los habitantes de Algímia y Albalat que han seguido siendo fieles al banco. A pie o con su vehículo. Tan es así que da la impresión de que una mayoría se ha acostumbrado a ese trasiego, en vista de la tibia acogida que tuvo el «ofibús» el pasado lunes en ambas localidades. Pasadas las diez de la mañana, poco después de que el cortejo fúnebre abandonara la iglesia y al tiempo que las silenciosas calles del centro de Algímia eran mojadas por una lluvia tenue y pasajera, solo ocho personas habían acudido al servicio de Bankia. Hasta el final del mismo, lo hicieron dos más. Es decir, la mitad del número que ha sido habitual en otras visitas, según la entidad. La próxima semana, ya con la pensión ingresada, se esperan más clientes. Carmelina León, ecuatoriana de 49 años y con 14 de residencia en la población, donde ejerce como auxiliar de enfermería, acudía ese lunes por primera vez al «ofibús», una iniciativa que aplaude, aunque opina que «tendría que haber llegado antes». Iba a actualizar la libreta y a abrir una que su hijo perdió. Aunque en Algímia hay una sucursal de una caja rural y son varios los vecinos que han cambiado de banco, León no piensa hacerlo, «principalmente porque los trámites los hago en Estivella». No ve problemas, a diferencia de Amadeo Viruela, un «camionero o transportista, como quiera usted decirlo», jubilado que, tras treinta años como cliente de Bancaja, ve «mal» que esta haya cambiado la oficina por el autobús.

En Albalat dels Tarongers, las quejas son más contundentes, pese al nuevo servicio. Muy cerca de donde se ha estacionado el autobús de Bankia, en la terraza del bar que hay la plaza, Vicente Mort, de 35 años y empleado de una azulejera, toma un aperitivo con su mujer y su hija pequeña. No ha ido nunca al «ofibús» y se muestra molesto con la entidad financiera pese a este servicio sustitutorio. Opina que la clientela tendría que haber cambiado de banco. Recuerda que en la sucursal clausurada había colas las dos horas de dos días a la semana que abría. «¿Por qué no ponen aquí a uno de los tres trabajadores que tienen en la oficina de Estivella», una de las poblaciones que ha conservado local y a la que se dirigen muchos clientes de la zona. Los que tienen vehículo, en él, y los que no, como Luisa de la Torre, a pie, cuando tenía necesidad de sacar dinero. «¿Qué hace una mujer mayor sin coche cuando necesita dinero?», se pregunta Mort dejando la respuesta en el aire.

El alcalde de Albalat, Filiberto Prats, también figura en el numeroso grupo de los indignados: «Están aquí toda la vida y de pronto se van porque dicen que no ganan dinero». «Pedimos que nos pusieran un cajero, pero nada y encima nos mintieron, porque decían que el inmueble era de alquiler y tenían que dejarlo, cuando en realidad no era así», añade. «¿Por qué siempre lo pagan los pobres?», pregunta tras salir de una pequeña tienda en la misma plaza donde parece que se vende de todo. O casi.

Por debajo del malestar, queda latente otra impresión, la de la resignación. Una clienta «de toda la vida», ama de casa en paro de mediana edad, espera su turno frente a la puerta del «ofibús», acompañada de un perro. «Me hace falta dinero», asegura antes de confesar que hasta ahora se desplazaba a Gilet. Es su primera vez. Pide el anonimato. Admite que ha sido una de las personas perjudicadas por la comercialización de participaciones preferentes. En su caso, el arbitraje no le devolvió el dinero. Dice que «mira otras opciones», pero allí está a la espera de que la atiendan en la angosta oficina de un autobús que en realidad es una furgoneta.«Si no hay otra cosa, por lo menos...», concluye, mientras a pocos metros, en el bar de la plaza, la gente va terminando un almuerzo generoso. Alguien, incluso, se ha pedido una copa de cava. No todo iban a ser malas noticias.

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