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Repartiendo culpas

En la historia de la empresa y el marketing, siempre o casi siempre hemos considerado como válido más bien la razón de ser del mercado que toda nueva apuesta que tenía éxito en nuestro público objetivo era finalmente una gran idea a consolidar. Surgían competidores rápidamente después de inaugurar una categoría nueva, de descubrir un nicho donde antes nadie ofrecía nada, de dar con una clave en forma de solución a algo que el consumidor estaba reclamando sin pedirlo aún en voz alta. El futuro se construye probando nuevos campos, apostando por romper barreras para dar con respuestas innovadoras que permiten a su vez nuevas posibilidades para el ciudadano de a pie, el que acaba comprando -y validando- o no lo que le plantean las empresas. Los tiempos actuales son ese claro ejemplo de que estamos cambiando de manera radical, minuto a minuto. Y por eso surgen ideas que conectan con nuestro ritmo elevado, posibilidades tecnológicas, avances y sorpresas que dejan a más de un sector temblando ante el propio fracaso de no haber sido capaces de vislumbrar lo mismo que otros, desde fuera, vieron con claridad. ¿Es la empresa que descubre esa nueva solución que funciona la culpable o es al consumidor al que deberíamos señalar por tener ahora otros impulsos y matices que le llevan a reclamar cosas diferentes? Un debate de tensa actualidad que se mueve entre la legalidad, la moralidad, el valor y la inteligencia.

Una de estas razones de ser que dan aire a las actuales nuevas posibilidades es el desapego a sistemas tradicionales de consumo, que es cierto que siguen encajando bien por barrios o generaciones, pero que ya no anclan tanto a colectivos que ahora tienen mucho más peso y decisión en el mercado y a los que les mueven otras ideas. Que existan reglas marcadas, legalidad que cumplir o cánones por los que circular, es aún trascendente pero ya menos importante para el consumidor, que en realidad quiere disfrutar de opciones a las que encuentre más sentido en tiempos en los que el propio consumidor tiene menos dinero en su bolsillo.

Si las empresas tradicionales no cambian para adecuarse a la nueva esencia del consumidor, difícilmente éste le mostrará su apoyo cuando lleguen otros que, alegales o ilegales, le entienden mejor en precio y posibilidades. Es lo que está ocurriendo con plataformas como Uber, una aplicación para el móvil que permite poner en contacto a particulares con coche -sin obligación de declarar ingresos, como sí el sector del taxi- con personas que necesitan ser transportadas, ya en España después de despertar del letargo a taxistas de muchos países. El éxito de esta aplicación, con capital de inversores mundiales que agitan el cambio, es tal porque encaja en la sintonía de un consumidor que ha cambiado y que exige el mismo cambio a las empresas. Y por eso llama la atención la defensa al inmovilismo del sector, el grito de alarma ante los que vienen de fuera inventando nuevas cosas que pueden funcionar mejor que las que no hemos sabido idear nosotros.

El consumo colaborativo, uno de los factores agitadores de muchas de estas ideas, también en el caso del transporte compartido, da las claves desde hace años de lo que podía llegar a ocurrir en un mercado en el que nos enfrentábamos a un estilo de consumo marcado por el resultado final, no ya por el proceso. El fin de viajar como llegar al destino. El fin de alojarse como dormir. El fin de comer como quedar alimentado. Menos importa ya en espectros poblaciones y sobre todo generacionales la experiencia en torno a lo que se vende: ni se valoran igual los años dedicados al campo, ni las emociones surgidas en relación a un conjunto de pluses que engalanan el servicio. Se valora el resultado, el cumplimiento del objetivo, y la sensación de estar probando nuevas cosas que rompen en status quo de otras generaciones pasadas.

Para más inri, la legalidad siempre va detrás y a contracorriente a veces de lo que reclaman voces nuevas que van ganando peso en el día a día de la sociedad. Y por eso, se generan cruces y reproches entre el consumidor, los sectores tradicionales, los nuevos que rompen esa tradición que no comparten, y la clase política. Unos remando hacia nuevos y desconocidos mares, y otros defendiendo la idea de una estabilidad en torno al «más vale malo conocido que bueno por conocer». Sin darse cuenta de que, en realidad, quien tiene la llave en el mercado no es otro que el propio consumidor.

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