Hemos salido de la crisis que venía de la borrachera de gasto público y ya quieren ir de copas para celebrarlo». Con estas palabras, Cristobal Montoro estaba acusando a los partidos de la oposición de pretender incrementar de forma irresponsable el gasto.

Es evidente que Montoro se lo pasa bien en los debates presupuestarios; no hay más que mirarle la cara. Pero esa frase, pronunciada el pasado 3 de mayo, ante el Congreso de los Diputados, forma parte de su discurso inicial de presentación del proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2017, no de una réplica a alguna intervención de otro portavoz parlamentario. No hay que perder la ocasión de provocar al contario.

El ministro de Hacienda y Función Pública no es, aunque algunas veces pueda parecerlo, un ignorante, por lo que sabe perfectamente que la crisis económica que hemos vivido, y de la que todavía sufrimos muchas consecuencias, no está provocada por un exceso de gasto público, tal y como se deduce de sus afirmaciones.

Lo sabe porque tiene conocimientos suficientes y porque está rodeado de buenos economistas que conocen a la perfección el relato de lo sucedido. Seguro que, además, es un buen lector y que los temas que afectan a la economía española forman parte de sus prioridades. Infinidad de economistas de primer nivel, extranjeros y nacionales han dedicado parte de su reciente literatura a analizar los orígenes de la crisis global y, en particular, las singularidades que la misma adoptó en nuestro país.

Voy a citar a uno que difícilmente le podría parecer sospechoso: José Luis Malo de Molina, quien fue director general del Servicio de Estudios del Banco de España, desde 1992, con Luis Ángel Rojo como gobernador, hasta septiembre de 2015: 23 años al frente del mejor servicio de estudios del que dispone la economía española.

En su artículo «Claves para la salida de la crisis en España», dentro del libro Pasado y presente. De la Gran Depresión del siglo XX a la Gran Recesión del siglo XXI, Malo de Molina pone de relieve que, en el momento de iniciarse la crisis, en 2007, la situación de las finanzas públicas era muy sólida, ya que ese mismo año se registró un superávit presupuestario del 2% del PIB, y el nivel de endeudamiento público era del 35 % del PIB, muy por debajo tanto del límite establecido en el Pacto de Estabilidad, como de la media de los países europeos. Es verdad que dos años más tarde se registró un déficit público superior al 11% del PIB y que la deuda pública alcanzó el 55%, pero la cuestión clave es qué es lo que originó este cambio tan radical.

Malo de Molina divide el efecto total en tres componentes: los estabilizadores automáticos, las medidas discrecionales de gasto público expansivo y el derrumbe de la recaudación tributaria.

Sabemos que en las fases contractivas del ciclo económico se reducen los ingresos (a menor actividad, menor recaudación) y se incrementa el gasto público (por ejemplo, un mayor desempleo genera un elevado nivel de prestaciones). No obstante, según sus cálculos, la importancia de los estabilizadores automáticos explica menos de la cuarta parte del incremento del déficit público. También conocemos que el gobierno adoptó una política expansiva del gasto, de la que el llamado Plan E puede ser su principal elemento, pero este factor tampoco es capaz de explicar el tamaño del agujero producido en las cuentas públicas.

El factor más importante fue, sin duda, que la recaudación fiscal se hundió, lo que es común a todos los procesos recesivos, pero, en este caso, mucho más allá de lo que generan los estabilizadores automáticos, ya que, a partir de 2008, el fenómeno alcanzó una enorme magnitud como consecuencia de que el sector inmobiliario, que en los años precedentes había contribuido notablemente al aumento de los ingresos públicos, quedó totalmente paralizado.

Así pues, señor Montoro, sabe usted, o debería saber, que el aumento del déficit público se produjo mucho más por una caída sobresaliente de los ingresos públicos que por una borrachera de gasto público.

La cuestión básica es que España tiene un problema estructural de ingresos públicos y, a pesar de la mal llamada reforma fiscal de nuestro actual ministro de Hacienda, esto no se está corrigiendo. Recientemente, el secretario de Estado de Hacienda, Alberto Nadal, ha manifestado que «los impuestos están para reducirse». Vaya mantra con las virtudes -nunca probadas- de la reducción de impuestos de los economistas neoliberales.

Nuestra economía sigue con un grave problema de déficit público; acabar con él es el principal objetivo declarado de la política presupuestaria de Montoro, que con éste ya lleva cinco consecutivos, sin mucho éxito, como puede comprobarse, al haber elevado el peso de la deuda pública, más allá del 100 % del PIB, a pesar de las muchas circunstancias de carácter internacional favorables que le han acompañado.

Pero es que la solución no está en reducir los impuestos, como pretenden. Baste decir que la menor presión fiscal en España, respecto a la media de sus socios europeos, origina una merma en los ingresos superior a los 50.000 millones anuales. Ahí es donde tenemos el problema. Montoro dejó claro en la presentación de los presupuestos que «los ingresos que tenemos, dan para lo que dan», pero ¿qué ha hecho para corregirlo?

Mientras no quiera solucionar esto, y no quiere, parece evidente que no hay más alternativa que seguir recortando gasto público. Para justificar la notable caída del gasto de inversión en los últimos años, dice que el presupuesto está pensado más en las personas que en el asfalto y el ladrillo, porque se supone que estos son unos presupuestos de marcado carácter social. Esto es lo que afirma en el Congreso de los Diputados, mientras que en la actualización del Programa de Estabilidad que ha remitido a la Comisión Europea, se compromete a reducir el porcentaje de gasto social año tras año, hasta 2020.

Y el gasto de inversión difícilmente puede estar en un nivel inferior, después de haberlo situado en el más bajo de los últimos años -en el entorno del 2% del PIB- de forma que ni tan siquiera llega a cubrir la depreciación del stock de capital. Esto sería menos relevante si no fuera porque las infraestructuras públicas son una fuente imprescindible para mejorar la deteriorada productividad de nuestra economía.

Puede usted seguir pasándoselo bien en los debates presupuestarios, señor Montoro, e intentar ridiculizar a sus adversarios parlamentarios, pero no va a conseguir que pensemos que estos presupuestos son los mejores posibles para la economía española y para contribuir a restaurar la calidad de vida de los ciudadanos.