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Otra Europa es posible

Otra Europa es posible

El futuro de la configuración y fines de la Unión Europea, lamentablemente, está cada día más en cuestión; vivimos un momento crítico, que requiere de un amplio y renovado acuerdo para asentarla y reforzarla.

Frente a quienes, reunidos en Milán, pretenden «refundar» Europa desde una visión ultra nacionalista, de dramático recuerdo histórico, debe imponerse una visión que tienda a restaurar la solidaridad y la cohesión social como valores inspiradores de la Unión. La tarea no es sencilla.

Solo mediante el restablecimiento de la cohesión social podremos enfrentarnos a los grandes desafíos que Europa tiene por delante, como la lucha contra la desigualdad, para conseguir un crecimiento justo y sostenible o la absoluta necesidad de abordar, con urgencia, la crisis climática.

La profunda crisis económica vivida produjo una gran fractura social, con un aumento de la desigualdad en la distribución del ingreso y de la riqueza, la extensión de formas de trabajo caracterizadas por la precariedad, o la restricción de los elementos más fundamentales de nuestro Estado de bienestar.

Todo ello ha derivado en una pérdida preocupante de la confianza de la ciudadanía, tanto en los respectivos gobiernos nacionales como en las instituciones europeas; pérdida de confianza que amenaza el buen funcionamiento de la economía y su crecimiento futuro, tal y como se ha encargado de recordar, en un reciente informe, la OCDE.

Más allá de las implicaciones políticas que ya tiene el aumento de la desigualdad en el crecimiento de los partidos populistas, ésta también muestra graves consecuencias en el orden económico. La falta de confianza desincentiva el cumplimiento de las obligaciones tributarias y pone freno a la inversión, obstaculizando el crecimiento económico. Por ello, cualquier medida que tienda a reducir la desigualdad debe ser muy bien venida. Este es uno de los grandes retos, si no el mayor, a los que se enfrenta el Parlamento y la Comisión, que surjan de las elecciones europeas.

Quienes cumplen ahora su mandato han aportado algunas mejoras al funcionamiento de la Unión, pero se han quedado muy lejos de lo deseable y de lo que parecía que eran sus objetivos estratégicos básicos. Lo más relevante del lado de las carencias es que no se ha avanzado lo suficiente en la reforma de la arquitectura de la moneda única, para hacer más difícil que futuros choques asimétricos vuelvan a tener las nefastas consecuencias vividas en el pasado. Ese un reto para quienes ahora se pongan al frente de las instituciones europeas.

Otro reto, como apuntaba, es enfrentarse a la desigualdad en Europa, lo que requiere de un doble enfoque, por una parte, es necesario reducir la desigualdad dentro de los países miembros, por otra, hacerlo entre los distintos países que componen la Unión. La desigualdad dentro de los países ha aumentado, al menos en algunos de ellos, como consecuencia de los recortes en las políticas de bienestar y de la desregulación del mercado laboral. Luchar contra ella es, esencialmente, una competencia de los gobiernos nacionales, a través de sus políticas, aunque también desde la Unión puede hacerse, avanzando en la implantación del pilar social.

Desde España es lógico que nos importe el aumento de la desigualdad en nuestra nación, dado que, según los informes de la Comisión Europea, es uno de los países más desiguales de la Unión. No podemos, por tanto, quedarnos satisfechos con la favorable evolución de la economía española en los últimos años, pues si bien es cierto que se ha crecido por encima de la media de la UE, y que hemos logrado alcanzar los niveles de PIB per cápita previos al inicio de la crisis económica, no lo es menos que la distribución del ingreso total es mucho más desigual que lo era. El funcionamiento de nuestro mercado de trabajo, ya de por si ineficiente, es uno de los factores explicativos, y éste se ha visto agravado como consecuencia de la desregulación laboral, que ha coadyuvado a precarizar las condiciones a las que están sometidos gran parte de los trabajadores.

El gobierno que forme el presidente que sea investido por el Congreso de los Diputados tiene, en este problema, uno de los desafíos más importantes a los que se enfrenta. Sin duda, para obtener resultados a medio y largo plazo, deberá realizar una gran apuesta por la educación pública para garantizar la igualdad de oportunidades de todos los ciudadanos, con independencia de su origen, lo que terminará por tener su reflejo en el mercado laboral, que, a corto plazo, exige las reformas necesarias para promover la estabilidad, la calidad y la remuneración digna en el puesto de trabajo.

Por lo que se refiere a la desigualdad entre los países, la Unión Europea puso en práctica una eficaz política de desarrollo regional que favoreció la convergencia. Sin embargo, a partir de la crisis financiera y sus implicaciones sobre la deuda soberana de los países periféricos, se impuso una política de austeridad totalmente equivocada.

Es muy probable que las últimas ampliaciones de la UE se hicieran de forma no suficientemente meditada. Una Unión con estados miembros con niveles de renta muy diferentes exige algo que, en el momento presente, no se está dispuesto a acometer, cual son grandes transferencias de recursos desde los países ricos a los pobres. Las dotaciones de capital y trabajo de los países miembros difieren demasiado y, por tanto, las políticas que pueden ser buenas para un país, digamos, relativamente pobre, pueden no serlo para uno rico, y viceversa.

El nuevo plan financiero a medio plazo de la UE, debería dar alta prioridad a la investigación e innovación, para mejorar la productividad de la economía, favoreciendo el crecimiento económico, particularmente de los estados miembros más pobres, así como completar la arquitectura de la moneda única, la unión bancaria, con un fondo de garantía de depósitos común, así como un presupuesto común que sea significativo en términos de PIB, capaz de respaldar la inversión pública, pilotado por un ministro de finanzas, o una prestación por desempleo común, tras aplicar las fórmulas de transición que resulten necesarias.

Si se quiere evitar la desintegración de la UE harán falta políticas más comprometidas con el progreso del conjunto de los países. El futuro, en gran medida, dependerá de una mayor igualdad y equidad, que favorezca la cohesión social, porque si se mantienen las altas diferencias actuales, ni existirán unas condiciones de vida dignas para todos, ni se podrá restaurar la confianza perdida en los últimos años.

Pero para ello es imprescindible cambiar el rumbo de las políticas socioeconómicas. Desde la caída del muro de Berlín se ha ido imponiendo, como «pensamiento único», una política económica de corte neoliberal, basada en principios de la teoría económica neoclásica, reduccionista en sus supuestos, que concibe, de forma simplista, al hombre como un ser racional que tiende a maximizar su utilidad, como centro de la organización del conjunto de la actividad humana.

Dicen basarse en la idea de Adam Smith sobre el «interés propio y la mano invisible», olvidando la preocupación del padre de la Economía sobre la empatía y la justicia, lejos del puro egoísmo, expresada en su teoría de los sentimientos morales.

Los retos a los que se enfrenta Europa para los próximos años no pueden abordarse desde una ortodoxia obsoleta. Necesitamos una nueva narrativa capaz de cambiar las prioridades.

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