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Coronavirus: una crisis nunca vista

Ni la peste negra ni la gripe de 1918 provocaron una situación de parálisis económica y social como la que ha provocado

Coronavirus: una crisis nunca vista

Cuántas cosas hemos visto!», decía un personaje de Campanadas a medianoche a Falstaff, que respondía, en la voz y el cuerpo de Orson Welles, «sí, maese Robert Salow». La escena de la película transcurre a finales del siglo XIV en una Inglaterra que pocas décadas antes había sufrido, como toda Europa, la mortífera Peste Negra. Desde entonces la humanidad ha sufrido enormes cataclismos, incluida la Segunda Guerra Mundial. Para algunas generaciones actuales, lo más de lo más pudo ser el hundimiento del mundo comunista y para otras, la Gran Depresión de la pasada década. Sin embargo, por mucho que haya vivido cada uno de nosotros, pocos, tal vez nadie, estaban preparados para enfrentarse a lo que nuestros sentidos están percibiendo estos días y lo que nuestra mente es capaz de imaginar sobre lo que nos espera. Al menos en tiempos de paz.

La del coronavirus no es la única, ni, de momento, la más letal de las pandemias que han sacudido a hombres y mujeres. Como recuerda el catedrático emérito de Historia e Instituciones Económicas de la Universitat de València, Jordi Palafox, la de 1918-1919, conocida como gripe española, provocó entre 50 y 100 millones de fallecidos, a sumar a los que también en masa habían caído en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial. La Peste Negra de 1346 a 1353, transmitida al continente a través de la ruta de la Seda -que conectaba China, precisamente, con Europa- redujo la población entre un 45 % y un 50 %. Más elevado fue el porcentaje de afectados por la ausencia de inmunidad a las enfermedades exportadas por españoles y portugueses que mermaron entre un 50 % y un 90 % la población de América en los tiempos de la conquista.

Palafox confiesa que, «por más que se pueda especular, no sabemos cuál fue el impacto económico de esas dos grandes pandemias. Podemos estimar que en sociedades con economías intensivas en trabajo, la reducción de la mano de obra hizo caer fuertemente un PIB de magnitud desconocida. Pero, al mismo tiempo, cabe suponer que se dejara de cultivar la tierra de peor calidad (o peor situada) con lo cual la caída de la producción no tuvo que ser similar a la de la población. En tal caso, el producto por habitante aumentó, lo cual no implica en modo alguno que mejorara la situación de cada uno de ellos. Son las paradojas de utilizar el PIB por habitante como indicador», reflexiona Palafox.

El historiador, a modo de inventario, recuerda que otros patógenos provocaron también grandes mortandades en épocas posteriores. Durante el siglo XIX, el cólera fue el causante de las más graves. En España, las cuatro grandes pandemias de aquella centuria causaron la muerte de unas 800.000 personas «sin que la población supiera qué provocaba la enfermedad. Hasta 1884, en que el doctor Robert Koch descubrió el bacilo y su forma de transmisión a través del agua y los alimentos, eran desconocidas las medidas a adoptar para combatirlo», cuenta Palafox. Las epidemias de cólera «tuvieron una notable importancia en València, en especial la de 1884, que fue unida a una crisis en la exportación de cítricos, entonces en sus inicios. Fallecieron 4.919 personas en la ciudad y cerca de 18.000 en la provincia sobre una población total inferior a 200.000 y 750.000 habitantes, respectivamente. Lo cual representa una mortalidad en torno al 25 por mil».

¿Qué diferencia, en términos económicos, aquellas pandemias de la que nos está golpeando ahora? El profesor de Historia e Instituciones Económicas de la Universitat de València, Alfonso Díez, afirma que «cada crisis tiene sus características y su contexto y esta es única. No hay paralelismos con otras épocas». Palafox añade que «la gran diferencia respecto a las anteriores no es tanto el impacto geográfico sino la velocidad a la que se transmite la información de su propagación y la importancia que han alcanzado las variaciones de la demanda (sobre todo, pero no solo de consumo) ante la difusión de nuevos canales de compra. Esta es una sociedad, además, muy poco resiliente; esto es, muy poco capaz de adaptarse positivamente a situaciones adversas».

Díez explica algunos contrastes con los años tan lejanos ya de la Peste Negra, una etapa «con poca movilidad. Una sociedad estancada y poco acostumbrada al cambio, en que era menor la esperanza de vida y las expectativas de salir del entorno. Además, abundaba el estoicismo ante la muerte. Se trata de cuestiones que han cambiado mucho y eso afecta a la forma de afrontar la crisis. La nuestra es una época de cambios constantes y que de golpe tu vida se paralice, te impacta también a nivel psicológico». Frente a un mundo plagado de analfabetos, a los que la información les llegaba tarde por observación del entorno o por el boca a boca y en el que la fe era el refugio ante lo inexplicable, «nosotros vivimos una época de sobreinformación, que, si no es científica, puede generar alarma».

El contexto

Si, como dice Díez, el contexto es clave, la crisis del coronavirus se está expandiendo condicionada por tres factores diferenciales: la globalización, el Estado de bienestar y la sanidad universal. Si se quiere, el valor igualitario de la vida humana. El primero de ellos explica la rápida propagación del virus por todo el planeta. No hay territorios estancos. La preponderancia que ha cobrado el Estado es básico también, porque centraliza una enorme capacidad de recursos para intervenir en todos los ámbitos de la vida ciudadana y convertirse en una especie de Seguridad Social generalizada. Y la vida. El completo cierre de un país -de decenas de países- que estamos viviendo, no tiene parangón en la historia, como ratifica Díez, y su objetivo prioritario es reducir el número de afectados. Esa es la prioridad: que la gente no muera. Sean ricos o vivan en la calle.

A este respecto se produce una gran paradoja. La Peste Negra, como toda pandemia, fue interclasista, pero tuvo, también como siempre, más impacto en los menos favorecidos. Por ejemplo, la mano de obra agraria que constituía el grueso de la fuerza laboral de aquella época. Quedó diezmada, aunque, como recuerda el citado experto, también se produjo una caída de rentas de la nobleza y la iglesia. Ahora estamos asistiendo, como ya sucedió durante la Gran Recesión, a una masiva pérdida de empleos, con la diferencia sustancial de que las bajas no son por mortandad. Sin la cobertura del Estado y la extendida concepción del ahorro, serían gentes a la intemperie. Otra cosa es cuánto podrán aguantar este ritmo unas administraciones públicas tan endeudadas y cuál será su legado a las siguientes generaciones. No obstante, también es cierto, para no caer en el pesimismo, que, a diferencia de otras épocas, singularmente las que sufrieron guerras -que son casi todas-, «la economía es muy global, la mano de obra es relevante pero también el capital. Hay una demanda que, una vez que pase la crisis, volverá y no hay problema de oferta, es decir de producción, porque hay trabajadores, empresas, capital y bienes de equipo» que se pueden activar, si la debacle no es muy grande, en cuanto pase la crisis. Díez, que teme que la pandemia acabe por una vuelta al Estado nación -ninguna es inocua, como la gripe española, que fue un factor a tener en cuenta en la posterior Gran Depresión-, aporta una reflexión final: «Hasta la revolución industrial, el problema era cómo aumentar la producción de alimentos y bienes, que se va solucionando con la mecanización. A la postre, esta ha generado un problema medioambiental y que ahora se haya abierto un debate sobre la distribución de la riqueza. Veremos si con la crisis cambia el paradigma» sobre el reparto equitativo de los frutos de la producción y la renta.

Seamos optimistas. De hecho, la Gran Peste de 1665-1666 fue una epidemia que mató a entre 70.000 y 100 000 personas en Inglaterra, y más de una quinta parte de la población de Londres. Durante el confinamiento, Isaac Newton formuló su teoría de la gravitación universal. Según la leyenda, le llegó la inspiración tras caerle una manzana en la cabeza. Por su parte, Giovanni Boccaccio escribió entre 1351 y 1353 El Decamerón, los relatos de diez jóvenes que se recluyen en una villa a las afueras de Florencia para huir de la peste negra. Quién sabe qué prodigios están germinando en estos tiempos de confinamiento.

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