El debate electoral no sirve para examinar a unos candidatos de sobras conocidos individualmente, sino para verlos interactuar lejos de las constricciones del Parlamento. El lunes volvió a demostrarse que la relación personal más averiada desune a Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. En concreto, el primero odia al segundo hasta extremos patológicos, al margen de que la animadversión sea merecida o reciprocada. El líder de Podemos disimula por lo menos, y en todo caso no menosprecia a su par socialista con menos fervor que al resto de la humanidad.

El rencor entre González y Anguita no alcanzó nunca una ebullición pareja. Sánchez necesita a Podemos para gobernar, pero aprovecha el debate para nombrar vicepresidenta a Nadia Calviño. Con el agravio añadido de la coartada femenina, le anuncia a Iglesias ante ocho millones de espectadores que puede despedirse de la posición cardenalicia en un futuro ejecutivo. Se trata como mínimo de un error diplomático, empeorado por el socialista al proponer que se deje gobernar a la lista más votada. De nuevo, se presupone que su famoso gabinete monocolor en solitario prescindirá de su odiado compañero ideológico. Y por si algún despistado por la longitud amazónica del debate no captara el mensaje, el presidente en funciones añade un demoledor "el señor Iglesias nunca aceptará un Gobierno sin el señor Iglesias". Sin duda, es el tratamiento dispensado a un socio preferente.

El odio desmedido es un síntoma de acomplejamiento. Iglesias es más peligroso que Sánchez, pero en ningún momento desobedeció la cortesía protocolaria, además de conceder la subsidiariedad de Podemos respecto del PSOE. La pasada legislatura no fracasó por la decidida oposición de un PP sin diputados, sino por la acidez entre los líderes de izquierda. Y el presidente no reconvocó para arruinar a una derecha a la que ha resucitado. Solo deseaba exterminar a su odiado Iglesias.