Puede que todo empiece un día de nómina. Haces la cama, alineas el cojín con la almohada, guardas el pijama y te apoyas en el marco de la puerta como en el séptimo día para contemplar satisfecho tu obra. Fíjate: hay un póster de Nirvana y unas medallas meciéndose caprichosamente en una estantería, rompiendo la serena armonía de la habitación. Cuesta tan poco imaginar la máxima expresión de orden en tu pequeña porción de planeta que en dos minutos Kurt Cobain y el campeonato autonómico de 2002 están en una caja rumbo al trastero. En ese momento te acuerdas de tu amigo el que empezó la facultad con treinta y tantos y te decía que de joven llevaba sudaderas de El Último Ke Zierre y luego te hablaba de las bondades de Gallardón. Te acuerdas del jefe que te daba la brasa con que «todos los políticos son iguales» y nunca acababa el discurso sin una estocada incontestable: «Ya lo entenderás». Cuánto te has reído de ellos y qué miedo les tienes ahora. Qué terror a los de centro y a los de ni de izquierdas ni de derechas y a los apolíticos. sobre todo a los apolíticos. Les temes como a la alopecia de tu abuelo, porque igual la ideología es una fase capilar y tú ya tienes unas entradas como para empezar a tomar en serio a la FAES.