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España no pasaba en 1981 por el mejor de sus momentos. El Estado apenas existía, la economía se hallaba prácticamente en quiebra y el país avanzaba hacia los dos millones de parados con un terrorismo que sembraba la actualidad de notas de duelo. El 29 de enero, el mismo día en que Adolfo Suárez anunciaba su dimisión, la ETA secuestraba al ingeniero jefe de la central nuclear de Lemóniz, José María Ryan, al que asesinaría una semana después. Al contrario que Francia en la primavera de 1958, no se libraba una guerra en Argelia desastrosa para los intereses nacionales y el general Massu no amenazaba con tomar París con sus paracaidistas. No, no había nada de eso, pero con lo que teníamos no costaba demasiado fabricar una situación crítica y hasta insostenible. Y, según se sabe, a eso se dedicaron el espionaje y los conspiradores.

Jesús Palacio cuenta en 23-F, el Rey y su secreto cómo el Ejército, al menos la inmensa mayoría del ejército, se mantenía disciplinadamente expectante a las órdenes de don Juan Carlos y de su cadena de mando. Y también cómo, sin embargo, la amenaza militar se estaba explotando interesadamente desde los servicios de inteligencia del CESID para poder presentar con normalidad su particular "operación De Gaulle". Ese modelo operativo había sido aplicado con éxito por la IV República francesa para que el general De Gaulle fuese elegido jefe de Gobierno y así evitar la guerra civil a causa de la independencia de Argelia. En aquel caso, se creó el riesgo de una involución extrema para que los diputados, antes de claudicar frente a un golpe de Estado, votasen un Gobierno de salvación nacional presidido por un militar de prestigio.

Aquí, la "operación Armada", que consistía en llevar provisionalmente al poder a un Ejecutivo de las mismas características del francés presidido por el general preceptor del Rey, se había puesto en marcha meses antes para forzar la dimisión de Suárez. Contaba con el plácet de las fuerzas políticas que iban a formar parte de él, de la Zarzuela y de las embajadas de Estados Unidos y del Vaticano. Cuando Suárez dimitió y no había una razón teórica para seguir adelante, la maquinaria no se detuvo: sirvió la excusa de que el deterioro institucional era ya tan grave que para corregirlo se necesitaba un Gobierno fuerte que empezase a aplicar las reformas urgentes que requería el país: detener la deriva nacionalista y enfrentarse al terrorismo con un plan eficaz.

La certeza de que la dimisión de Suárez, bombardeado desde todos los frentes, había llegado tarde, se extendió entonces desde el primer momento. No así la del verdadero papel de la cadena de mando militar y el del Rey. En parte, como apunta Jesús Palacios en su versión de los hechos, porque el esperpento del asalto de Tejero al Congreso y la decidida intervención de don Juan Carlos para frenar el golpe, aconsejaron mirar para otro lado. Y, fundamentalmente, eso fue lo que hicieron los políticos que estaban al tanto de lo que se cocía; algunos de los que coquetearon con la idea del golpe de timón tuvieron tiempo seguramente de reflexionar cuán arriesgada había sido la apuesta, ocultos y asustados debajo de los escaños.

España se despertaba al día siguiente de la intentona de los guardias civiles espantada ante el riesgo de una involución después de haberse acostado sobrecogida por la presencia de los tanques de Milans del Bosch en Valencia y los disparos en el Hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo.

El éxito de aquella "operación De Gaulle", con tintes zarzueleros, requería que la clase política sintiera encima la presión de la amenaza militar, cuenta Jesús Palacios en 23-F, el Rey y su secreto, el libro que quizá mayor atención ha concitado sobre lo que realmente ocurrió, posiblemente por ser el último y desarrollar más amplia y detalladamente una tesis verosímil de aquello, compartida en parte desde otros ensayos. También, en buena medida, los treinta años transcurridos desde entonces son suficiente tiempo para poder librarse de las mordazas.

El propio Luis María Anson, testigo de las conspiraciones llevadas a cabo para enderezar el rumbo de España -muchas de las reuniones se celebraron en la sede de la Agencia "Efe" que presidía, sin que se haya desmentido- ha escrito últimamente que el libro de Palacios revela un 70 por ciento del fondo del enigma y que el 30 por ciento restante se encargará él mismo de contarlo algún día. Cabe sospechar, por la edad del periodista, que no pasarán otros treinta años antes de que lo haga. Francisco Laína, director de la Seguridad del Estado, que ejerció de presidente en funciones durante la ocupación del Congreso y que últimamente declaró estar cansado de leer novelas sobre el 23-F, prepara sus memorias. No se descarta, por tanto, un último soplo de verdad.

Pero quizá, como dijo Javier Cercas, autor de Anatomía de un instante, una estupenda reconstrucción literaria del 23-F, después de tres décadas y de decenas de publicaciones que han contribuido a esclarecer lo que ocurrió, no queden grandes enigmas por descubrir acerca de los hechos que desembocaron en el asalto al parlamento español. Puede que haya, sí, zonas de sombra que desvelar, incógnitas que todavía se plantean sobre los personajes.

La implicación del Cesid

Por ejemplo, hasta dónde llegó la implicación del Cesid y los partidos en el golpe de timón a la francesa; si hubo una, dos o tres tramas dentro de la misma operación; si tardó o por qué tardó más de la cuenta el Rey en su decisiva intervención televisada, y hasta qué punto se dejó llevar o hacer atribuyéndosele como se le atribuye la frase "dádmelo todo hecho".

También hay preguntas acerca del verdadero papel de Milans del Bosch o del poder de iniciativa que se arrogó Armada y, sobre todo, por la resistencia del teniente coronel Antonio Tejero a cumplir las órdenes, empeñado como estaba en que el golpe que saliese adelante fuese el suyo. Desde luego, Tejero no era un militar con alto sentido de la jerarquía como Jacques Massu y, por eso, precisamente se puede decir que fracasó la intentona, como señala Jesús Palacios en su sagaz interpretación de los hechos.

Probablemente, la deriva de España de aquel momento no era lo mejor para el futuro del país, como el tiempo se ha encargado de demostrar, toda vez de que los errores detectados entonces permanecen sin corregir, pero mucho mayor hubiese sido el daño de un proceso involutivo. En ese sentido, el Rey sí acertó en el instante de la verdad.