El avión tenía un problema. Había que analizarlo. Había prisas, pero había que analizarlo. Ya había sucedido otras dos veces el día anterior, y así figuraba en el diario de a bordo. El vuelo estaba a tope, la lista de espera que se había quedado en tierra en la T2 de Barajas era kilométrica. Estando ya la nave rodando para el despegue cuando el comandante decidió dar marcha atrás. Consultó y le dijeron que había que hacer acción de mantenimiento. Claro, el problema es que una vez que se entra en la dinámica de la revisión por los técnicos todo se complica y alarga muchísimo, los pasajeros protestan, hace calor, agosto, pleno mediodía en las afueras de Madrid...

Y eso que los técnicos tienen establecido que de lo que se trata es de solucionar el asunto sobre la marcha, causando el menor efecto posible sobre la dinámica normal de las cosas. Había fallos en la calefacción de una sonda de temperatura llamada RAT, pero podía haber distintas causas. José Antonio Viñuelas y Felipe García Rodríguez, los técnicos que revisaban el aparato, no se dieron cuenta de que quitar un fusible, como se hizo, para aislar al calefactor de la sonda -supuestamente retirando una pieza llamada relé, un dispositivo que suministra electricidad a dicho calefactor- podrían desconectar también otras cosas. Y entre las posibles figuraba un sistema de alerta ante la posible configuración inadecuada de la nave para el despegue llamado TOWS. Una alerta clave.

Y resulta que ese tipo de avión no cuenta en cabina con nada que indique cuándo el TOWS ha sido desactivado. De modo que si la tripulación se fía de éste, de que no advierte y, por lo tanto, sobreentiende que por ello todo lo necesario para el despegue está listo, la disposición de los alerones y un largo etcétera, puede ocurrir lo que finalmente ocurrió: que el avión se estrelló tras elevarse apenas cincuenta metros porque el despegue era de imposible ejecución. Pero lo ejecutaron. Había prisas. Llevaba el pasaje ni se sabe cuánto tiempo en espera. Ellos ya habían mandado revisar la nave, ya habían parado el despegue y los técnicos habían despachado el avión sin identificar una avería sobre la que, por lo demás, ciertamente los manuales podían inducir a error, avería poco estudiada, trabajada. Y ellos, los pilotos, tampoco volvieron a comprobar. El desenlace es sabido. Una tragedia.

En realidad esto venía de viejo. En 1987 un accidente similar en Detroit, por lo mismo, causó un número parecido de víctimas. Los nuevos modelos de ese aparato los hizo el fabricante norteamericano con un dispositivo que avisa a la cabina cuando el TOWS está desconectado. Pero para este modelo no hicieron modificaciones. Salía caro. Lo arreglaron recomendando que los pilotos comprobasen antes de cada vuelo que todo está listo sin atender a lo que diga la alerta. Es decir, ampliaron de un modo innecesario el margen para que un fallo humano acabe en tragedia. Se hizo por cálculo de costes.

¿Cuánto costaría introducir en los aviones ya vendidos un nuevo dispositivo...? ¿Cuánto costaría en cambio...? ¿En cambio, qué? ¿Cuál era esa contrapartida económica puestos en el peor escenario? ¿Cuánto podría costar una tragedia cada, pongamos veinte, incluso diez años, en indemnizaciones, reposiciones...? ¿Fue ése el cálculo después de lo de Detroit hacía 21 años?

El hecho cierto es que por una cadena de causas, entre las que figuran la posible negligencia de pilotos y técnicos, el cálculo de costes de las empresas, la guerra de precios y la presión creciente sobre los costes y en contra de la seguridad, presionando a todos los actores, en las compañías aéreas condujo a lo peor esa tarde de agosto en Barajas. Decenas de familias, muchas canarias, quedaron sumidas en el dolor. Fue el peor accidente de aviación en España en los últimos veinte años y, por una fatídica causalidad, releva al aún peor de Los Rodeos, también de factura isleña, en 1977.

Suma de despropósitos

A partir de entonces la historia del vuelo JK5022 no ha hecho otra cosa que sumar despropósitos. El informe de la comisión de accidentes adscrita a Fomento concluyó que la culpa era de los pilotos y técnicos, pero no identificó las causas del siniestro. La instrucción judicial finalmente dejó imputados sólo a los dos técnicos, eximiendo de tal condición a altos cargos de Spanair y Barajas. Y la asociación de víctimas y el colegio profesional de pilotos comerciales de España se sienten decepcionados.

Y, por último, Spanair quebró. A finales de enero de 212 la segunda aerolínea española, con una cuota de mercado del 22 %, suspendió todos los vuelos. La relación de esa quiebra con las disputas indemnizatorias, por la que tanto para Spanair como para su aseguradora (Mapfre) sigue abierto el proceso judicial, está por conocer. Y no sólo el contexto de la crisis ha hecho mella por esa vía inmediata. Las protestas de los pilotos por lo que consideran una dinámica peligrosa para la seguridad aérea que supone la guerra de precios entre las compañías ya no son a media voz.