Una del mediodía del miércoles. Agosto. En la entrada a Deià desde Palma, decenas de coches forman una cola que serpentea a lo largo de un kilómetro de Tramuntana. ¿Accidente? No, el ayuntamiento del pueblo más cotizado de la sierra ha puesto un semáforo en los dos accesos a la localidad, con los que evita que el atasco kilométrico se produzca en el centro. O paran los motores fuera o se ahogan con ellos dentro. Porque los turistas y sus 90.000 coches de alquiler llegar, llegan. En el verano del abarrote, a los rincones que en el pasado hicieron de la tranquilidad y la belleza reclamos imbatibles se les ha esfumado el sosiego. Y el exceso atropella el idilio de la sierra con las musas. Deià como metáfora de la tranquilidad perdida.

Y Cala Deià como imagen de los millones de euros ganados: los dos restaurantes del lugar están de bote en bote. En uno se come codo con codo, pero con la mesa de al lado. El otro reserva mesas por decenas para comer por unos cincuenta euros el cubierto, aunque la llamada previa y el precio elevado no garantizan nada: quienes consiguen hueco no evitan la espera a otra cola, que no es kilométrica, pero recorre el pasillo de entrada y la escalera de acceso al negocio. Luego continúa por la calle, playa adentro, sin que en la recepción del lugar acierten a explicar si habrá mesa para comer antes de la hora de cenar.

A pie de ola fluyen los turistas por borbotones, bombeados desde toda la isla hacia toda la isla, una inundación humana que es pura paradoja: anegada de viajeros, a la isla le falta agua. Los embalses están secos, al 44%, en mínimos del siglo, pero el Govern decía este mismo miércoles que está todo bajo control, que no hay problema, que hay Mallorca para todos. No hace falta salir de Deià para comprobar que no es cierto: mientras la marea humana lo moja todo, la alcaldesa del lugar busca desesperada agua con la que paliar los cortes decretados contra una sequía que drena demasiadas bocas. Exceso que ahoga, exceso que lucra. Son las dos caras de esta Mallorca que es a la vez éxito y fracaso. Éxito de caja, fracaso vital. Y Cala Deià como expresión perfecta del parque de atracciones que hace de la isla un Eurodisney gigante, con los residentes como figurantes o empleados.

Turistas hartos de los turistas

Dos y media del mediodía del mismo miércoles de agosto. Port de Sóller. En un paseo repleto de restaurantes no queda una mesa libre para comer. El exceso llega al punto de que en algunos de ellos aseguran que la cocina está cerrada. Y no son ni las tres. Pega el sol, pero en las calles se amontonan los turistas. Literalmente: unos encima de otros. Sobre todo en el tranvía de Sóller, al que le cuelgan los viajeros de las barandillas, como si el convoy fuera rumbo a Nueva Delhi o a algún puerto chino. "¡A la jardinera! ¡A la jardinera! No hay más sitio", grita una de las revisoras del tranvía, que con la jardinera se refiere a los vagones finales del tren, los que no tienen paredes y permiten colgarse por fuera. Allí ya rezuma un bosque de turistas, que en algunos casos pagan 30 euros por billete de ida y vuelta en tren y tranvía desde Palma al Port de Sóller. Venían en busca de sol, playa y tranquilidad y se han convertido en oficinistas del metro de Tokio, solo que con chanclas y quemadura roja a flor de piel. En la Mallorca del sol de agosto, la única sombra inevitable para un turista es la de otro turista.

Once de la mañana del martes. Agosto, claro. Sa Ràpita. En el negocio que alquila barcos y tablas a pie de arena entra una pareja de alemanes con un bebé. La pregunta descabalga a los responsables del lugar: "¿Dónde podemos encontrar una playa que no esté tan llena?" Los turistas llenan la isla, pero no la quieren llena. Así que ya es oficial: Mallorca es una pesadilla veraniega, y los turistas se han dado cuenta. La isla se agolpa, tan atestada como Londres y su Piccadilly Circus, solo que Mallorca no ofrece neones y humanidad urbana, sino playas y tranquilidad.