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La Cataluña silente

Los inmigrantes del sur y sus familias son la fuerza de choque del sentimiento español frente al «procés»

La Cataluña silente

Un mediodía de hará cuatro años, mi madre preparaba la comida y yo estaba asomado al balcón. Abajo, en la calle, varios jóvenes hacían en la terraza del antiguo bar de la familia lo mismo que yo arriba: fumar un cigarrillo y beber una cerveza. Entré en la cocina y le dije a mi madre: «Si cae ahora un marciano ahí, se cree que ha aterrizado en Andalucía». Y sí, el castellano de aquellas personas era andaluz, con un acento algo peculiar por la mezcla de procedencias familiares-granadino, gaditano, malagueño...-, pero eran catalanes. De nacimiento. Estaban y vivían en Sant Feliu de Guíxols, una hermosa población de la Costa Brava de Girona, que es como señalar la zona cero del independentismo.

Si uno amplía el foco más allá de la calle Alicante, donde transcurría la escena, se observa que aquellos jóvenes no constituían una singularidad. Toda la zona alta del pueblo, la que integran los extensos barrios de Vilartagues y Tueda de Dalt -en cuyo callejero están representados los nombres de todas las provincias de España-, es territorio comanche para los soberanistas. No es insólito, pero la verdad es que no abundan los catalanes, digamos, de pura cepa. A partir de los años cincuenta del siglo pasado, huyendo de la miseria y atraídos por un turismo incipiente y, sobre todo, la reindustrialización que siguió a la postguerra, Cataluña se convirtió en tierra de promisión para centenares de miles de andaluces, murcianos, extremeños, gallegos... todos los hijos de la España pobre. Familias enteras se trasladaron al norte. Y una mayoría prosperó. Como dice mi madre, «Cataluña nos lo dio todo, pero nosotros ayudamos a hacer grande a Cataluña». Esto no quiere decir que las raíces no estuvieran siempre bien presentes. «Soy andaluza», se reivindica ella, que llegó a su nueva tierra hace siete décadas.

Esos pioneros siguen siendo -cada vez menos, porque los cementerios se van llenando- la fuerza de choque del sentimiento español en Cataluña y constituyen la parte sustancial de esos nuevos catalanes que han asistido, silentes, al desarrollo y la explosión del procés. Porque el relato independentista -auspiciado por las élites políticas y culturales- no es permeable en toda la sociedad, como es obvio y prueban las elecciones consecutivas que se han celebrado allí. Es la mitad, con el poder en sus manos, la que impone ese discurso y se arroga hablar por todos los catalanes.

La convivencia no ha sido fácil, sobre todo en los inicios. Como sucedió en los Estados Unidos segregacionista con aquellos poor white -blancos pobres- que miraban por encima del hombro a los negros (había alguien que estaba peor que ellos), la población autóctona reaccionó como suele ser habitual contra sus nuevos vecinos: charnegos, coreanos, murcianus... Eran contados los casos en que se producían matrimonios mixtos. Los castellanos -la forma más amable de calificar a los recién llegados- se casaban entre ellos. Había poca mezcla, marital y social. Ya entrados los años ochenta había familias -hoy día volcadas en el independentismo- que no querían que sus hijas se ennoviaran con charnegos. También es cierto que la semana pasada, una vecina de mi calle, andaluza hasta la médula, me dijo tras criticar a una conocida de ambos: «Es que ya sabes cómo son los catalanes, no son como nosotros».

Estos desencuentros provienen principalmente de las viejas generaciones. Las nuevas se relacionan de otra manera. Los matrimonios mixtos han proliferado, el bilingüismo es un hecho irrefutable en la mayoría y los vínculos con los lugares de origen familiares se han ido diluyendo. Pero siguen firmes entre muchos. Como me apuntaba estos días un familiar que se identifica en primer lugar como español, el meollo del independentismo se nutre de un sentido de superioridad moral y cultural -África empieza en el Ebro, decían hace ya décadas- sobre andaluces o murcianos. También respecto de los valencianos, vistos en ocasiones como esos hermanos pobres que encima malhablan el catalán. Aún recuerdo el malhumor de algún compañero de clase por que el primer alcalde de la democracia de Sant Feliu tuviera orígenes en València. Algo parecido al desprecio con que la mujer de Jordi Pujol, la inefable Marta Ferrusola, recibió al cordobés José Montilla cuando fue elegido presidente de la Generalitat en 2006.

Raimon, uno de los mitos del catalanismo -hasta que recientemente expresó sus dudas sobre el procés- cantaba aquello de «qui perd els orígens, perd l'identitat». Todo un mantra del nacionalismo, que, para el citado familiar, convierte en inexplicable el papel de tantos líderes independentistas cuyos apellidos revelan precisamente unos orígenes lejanos a Cataluña, tales como Jordi Sánchez Picanyol, Jordi Cuixart Navarro, el madrileño Raül Romeva Rueda o Gabriel Rufián Romero.

Supongo que todo tiene una explicación más allá de consideraciones freudianas sobre la necesidad de matar al padre, la fe de los conversos, la imperiosa necesidad de sentirse integrado o la influencia del grupo con el que uno se relaciona. Probablemente, haya que diferenciar entre nacionalismo e independentismo, entendido este último como un movimiento más amplio no necesariamente ligado a las esencias de la patria.

Lo cierto es que uno de los éxitos del indenpendentismo es su progresiva transversalidad. Dicho de otra forma, conseguir que los castellanos se sientan vinculados. Es lo que representan Rufián y la plataforma Súmate. Como se ha visto, ha sido insuficiente. Es muy probable que, en vista del fracaso de la independencia, la nueva hoja de ruta, al menos de Esquerra Republicana, pase por lograr algunas estructuras de Estado, una mejor financiación, el indulto y tiempo para ampliar la base, un objetivo para el que es imprescindible el adoctrinamiento desde instancias oficiales, como hizo Pujol durante tanto tiempo. Recuerdo hace pocos años en la terraza de un bar de Santa Cristina d'Aro, el pueblo colindante a Sant Feliu, que en la mesa de al lado había tres mujeres y una niña. Todas hablaban en castellano. La niña les decía que ella era independentista. Las mujeres no le hicieron caso. Los soberanistas habían plantado una semilla.

En la vida cotidiana, los contrarios a la independencia tienden a obviar el asunto en sus lugares de trabajo y en sus relaciones sociales con aquellos que sí lo son. Un matrimonio amigo hijo de andaluces y muy integrado en la vida de Sant Feliu -mejor dejarles en el anonimato para evitarles problemas- me contaba que sus compañeros saben que no son independentistas, pero que evitan entrar en polémicas, y admitían que, en cualquier caso, «nosotros nos frenamos más cuando estamos ante ellos». No polemizan. Los otros, sí, y tratan de imponer su punto de vista. Las críticas se las reservan para cuando están con los suyos. De todas formas, la tensión es ahora mucho menor que en los días claves del procés. Alguno diría que ni hay.

Si él se define como español -y seguidor del Real Madrid, como tantos en Cataluña de cierta edad-, ella lo hace como neutral, una condición que escuché varias veces la semana pasada. Uno de los que se autocalificó así fue un joven nieto de andaluces, por parte de padre, y catalanes, por la madre. Dice que no es independentista, que le gustaría visitar el pueblo granadino de sus abuelos paternos, pero también el del materno, y que la cuestión de los orígenes son cosas de su padre y de su tío.

Unos días más tarde, su progenitor explicaba, sin embargo, que a él lo que le importa es el lugar donde vive. «¿Cómo se explica que Rufián, hijo de jienenses y granadinos, sea independentista?», le pregunto. «Porque es de aquí», responde. Algo parecido a lo que me dijo la pasada Navidad un viejo amigo también hijo de andaluces tras confesar que vota a Esquerra Republicana. Los emigrantes del sur fueron el principal granero de votos de los socialistas en Cataluña. El apego de sus élites hacia el catalanismo y las defunciones entre su electorado fueron minando sus apoyos. Sospecho que tras el triunfo de Ciudadanos en los comicios autonómicos de diciembre de 2017 tuvo que ver el hecho de que su cabeza de cartel fuera la jerezana Inés Arrimadas.

Una mayoría de inmigrantes del sur de España votó siempre en Cataluña por la izquierda. De ahí que me chocara que en la conversación con el citado joven este se refiriera a Vox, PP y C's -y supongo que a sus votantes- como los charnegos. De inmediato, se corrigió: «Me he expresado mal». Sea.

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