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Testigo directo

La vida cotidiana en la Catalunya fuera de foco

Los altercados en Barcelona tras la sentencia no han llegado a las pequeñas localidades, donde la convivencia, eso sí, es cada vez más difícil

Imagen de una de las noches de protestas en Barcelona tras la sentencia del «procés». EFE

La verdad es que los días previos a regresar a Cataluña anduve algo inquieto. La ruta desde València hasta Sant Feliu de Guixols, en la costa de Girona, implica atravesar de norte a sur esa autonomía española que una parte de sus ciudadanos querría convertir ya en una nueva república europea. Así que había que superar muchos kilómetros de incertidumbre ante la posibilidad de que a los autodenominados CDR les diera por cortar la autopista en algún tramo, como ha sucedido en alguna ocasión desde la sentencia del Tribunal Supremo que condenó a la cárcel a los líderes independentistas que no han huido.

Era el 31 de octubre. Víspera del día de los muertos y jornada de Halloween. No era descartable que los alborotadores se disfrazasen antes de hora y, vestidos de Joker -por poner un ejemplo-, se dispusieran desde primera hora del día a fastidiar al personal. Ante dicha eventualidad, madrugué. Para nada, porque, afortunadamente, el viaje fue como la seda. Los exaltados no aparecieron ni siquiera en torno a Bellaterra, donde está la Universitat Autónoma de Barcelona, que vivía ese día una jornada algo menos convulsa de lo previsto por la huelga de estudiantes. Fluidez total.

Me contaron los ganxons, gentilicio de los de Sant Feliu, que esa ha sido la tónica habitual en el pueblo en esas jornadas en las que parecía que toda Cataluña estaba en llamas. Hubo altercados, vistos por todos, en las capitales de provincia y, sobre todo en algunas calles del centro de Barcelona. La violencia de los enfrentamientos, el fuego, los heridos y los daños causados pusieron el foco de los medios de comunicación, sobre todo visuales, en un espacio reducido que acabó convertido en sinécdoque del país. Pero en la costa gerundense, en su espacio público, hubo normalidad, a excepción de una concentración de independentistas ante el ayuntamiento del pueblo, tras la sentencia. Sin incidentes.

Baix Empordà

La vida cotidiana en el Baix Empordà no se ha visto alterada tras la sentencia, pero ha tensionado aún más las relaciones humanas. La división social es, probablemente, la más acusada desde que empezó el procés hace siete años. Hoy día Cataluña parece, de alguna manera, un espejo roto en el que los catalanes se miran y no se reconocen. O, tal vez, un espejo que les proyecta una imagen distorsionada de sí mismos. No se me ocurre expresar esa ruptura de una forma más contundente que con una anécdota que me contaron unos familiares delante de una cerveza en una terraza del Passeig del Mar de Sant Feliu, donde cuelgan de los plátanos mustios lazos amarillos y parte del mobiliario urbano está forrado con pegatinas pidiendo la amnistía de los políticos condenados.

Una profesora de un colegio de educación primaria de la comarca-llamémosla Mireia para no exponerla- es lo que allí se conoce como una catalana de toda la vida. Si la pinchan, la sangre sale cantando Els Segadors. Se casó con otro catalán, este no de pura cepa. O sea, hijo de andaluces, manchegos o gallegos. Para los nacionalistas más ultramontanos, castellano, charnego o coreano. Este hombre es Mosso d'Esquadra y encima ha sido uno de los agentes enviados a Barcelona a combatir a los radicales. Desde ese momento, Mireia ha dejado de comer con otros profesores. Prefiere hacerlo sola en otra mesa para evitarse los duros comentarios de sus compañeros contra la policía autonómica. Los Mossos ya no son aquellos simpáticos agentes nostres y, de momento, en el imaginario nacionalista, forman parte del agresivo pelotón antes solo integrado por la Guardia Civil y la Policía Nacional.

La inquina de los profesores en ese centro de enseñanza primaria no es sorprendente. La fuerza del independentismo radica en que es muy mayoritario en sectores como la educación, la sanidad o el funcionariado. Por cierto, un colectivo que puede expresarse sin temores a perder su empleo. No es de extrañar que la recepción del ambulatorio de la Seguridad Social pareciera, cuando estuve hace año y medio, la sede de un partido soberanista. Plagada de consignas.

Pelea

Hija de hijos de andaluces y antiindependentista como toda su familia, Ana, de trece años, cuenta con cierta resignación lo que ha visto en los últimos días. Por ejemplo, cómo, a resultas de la sentencia, varios alumnos en el instituto de Palamós donde estudia se enfrentaron a garrotazos. Cada cual portaba su bandera. Unos la española, otros la estelada. Afirma Ana que, tras el altercado, los profesores les instaron a mediar para evitar esas peleas. A su lado, la madre la corrige y dice que es un consejo que expresan habitualmente. No solo en este caso. Sea como fuere, Ana apunta que, desde entonces, esos jóvenes se han separado en grupos identitarios, cuando hasta entonces lo normal es que se mezclaran sin importar su querencias patrióticas.

Ana (nombre también pseudónimo en este caso) asegura que en el instituto no le han adoctrinado en ningún momento en favor del independentismo, aunque sí les explicaron la sentencia y sus consecuencias. Donde no se andan con chiquitas es en la escuela de dibujo donde amplía sus estudios por casi 200 euros al mes. Asegura que en dicho centro los profesores son inequívocamente soberanistas y «nos insinúan que debemos ser independentistas y que si no eres independentista no eres nada». Su madre querría quejarse pero no lo hace. Teme represalias para su hija y asegura que antepone su formación a cantarles las cuarenta a unos profesores que no duda en calificar de «radicales».

La convivencia se ha resquebrajado hasta niveles peligrosos, en especial cuando se habla de la independencia. Mejor dicho, cuando los contrarios deciden retrucar o simplemente intervenir. Porque allí, los partidarios, que dominan el espacio público gracias al control en ayuntamientos, instituciones, los sectores de las administraciones y los medios de la Generalitat, tratan de imponer -y lo consiguen la mayoría de las veces- su mensaje, su relato.

Juan Carlos (también nombre supuesto), un conocido que, como siempre, volverá a votar a los socialistas, me confesaba, para mi estupor, que, cuando oía algunos mensajes de Vox sobre Cataluña, se quedaba como pensando... Vamos, que le hacía cierto tilín la música. Tal es su hartazgo que expresaba con más rabia que resignación su secreto deseo de irse de Cataluña si encontrara la ocasión. Y eso que toda su familia vive en allí. No debí haberle contado la paz de los catalanes en València, donde la independencia catalana no figura ni de lejos en el orden del día de la vida cotidiana.

No lo tiene fácil en su trabajo en un centro sanitario de la comarca. Juan Carlos es de esas personas que acostumbran a decir una palabra de menos. Prudente. Al menos hasta ahora. Afirma que en su trabajo, con una mayoría independentista, ya no se calla. Antes, harto de oírles decir «barbaridades», se levantaba de la mesa si estaban comiendo en el propio centro. Ahora, no. Les reta. «No entienden el término medio, que alguien de aquí pueda sentirse catalán y español, como es mi caso, aunque cada vez más español y menos catalán», asegura antes de añadir que, «para ellos, si te manifiestas como español, aunque seas de izquierdas, eres un fascista y si te manifiestas como catalán pero no como uno de ellos, eres un botifler, es decir, un traidor». Y eso que este catalán de ascendencia andaluza no duda en afirmar que la convivencia diaria es «normal, siempre y cuando no saques el tema del procés o hagas oídos sordos a las diatribas de los independentistas, que no paran con el monotema».

El ayuntamiento de Sant Feliu está gobernado por un grupo independiente que tiene diez concejales de 21. El PSC, ERC y JuntsxCat tienen tres cada uno. Está adscrito a la Asociación de Municipis per l'Independència y, por tanto, escorado hacia el soberanismo radical pese a la amplia población digamos españolista que alberga la localidad.

«Sopar groc»

El dominio en instituciones clave, como el consistorio, permite también a los independentistas disponer a su antojo del espacio público. El pasado 30 de agosto, en los jardines frente a la playa de Juli Garreta, un afamado autor de sardanas natural de Sant Feliu, se celebró el denominado Sopar groc, en el que participaron un buen grupo de ganxons soberanistas y algunos familiares de los políticos encarcelados. Viendo en el paseo marítimo los carteles reclamando la amnistía el pasado viernes pensé que seguía vigente la vieja consigna del ministro franquista Manuel Fraga: «La calle es mía».

Así viven los habitantes de ese municipio de la Costa Brava que supera los 21.500 ciudadanos. Aunque hay voces, incluso entre los castellanos, que restan dramatismo a los apuros que expresan otros. Comiendo el mismo viernes en un coqueto restaurante de Platja d'Aro, la architurística localidad colindante que en el otoño languidece de los excesos del verano, un familiar muy directo reducía cualquier conflicto a simples casos aislados. «Uno», repetía. No olvidé que tiende a ser ácrata, que no vota a nadie, que piensa que todos están locos, los de aquí y los de allí, y que su negocio es privado con clientes de todo tipo y que lo más conveniente es no significarse. Ahora parece olvidado, pero en Cataluña, hasta hace poco tiempo, la pela era la pela. Y el seny se imponía a la rauxa.

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