Es un día de principios de noviembre. Llueve intensamente sobre Vitoria. El viajero se dirige por la autovía hacia San Sebastián. Se detiene en Beasain. La carretera se bifurca en dos direcciones. Si uno se dirige al este se topa con Lazkao, una pequeña población de algo más de cinco mil habitantes, pero en la que parece habitar menos gente. Son las nueve de la mañana. Las lajas de las calles están mojadas y brillan bajo la lluvia de otoño. Unos pocos transeúntes acompañan a sus hijos a la ikastola, pero poca gente en las calles. En el centro del pueblo hay un bar en cuya fachada pende una gran bandera con el lema acostumbrado de «presoak etxera» que exige la libertad de los presos de ETA. Cerca de la plaza se abre una ancha calle en cuyo lateral se levanta el Monasterio Benedictino de Lazkao. Allí están los documentos más valiosos de ETA.

El monasterio fue fundado en 1640. Fue ocupado por monjas carmelitas y abandonado en 1835. Finalmente, fue recuperado por la orden de los benedictinos que habían sido expulsados de Francia en 1916 y que desde entonces lo habitan. Poco después, parte del monasterio se convirtió en colegio en donde se impartían clases de euskera. Allí se encuentra en la actualidad uno de los más valiosos archivos sobre el grupo terrorista ETA.

La historia del archivo resulta curiosa, así como la de su fundador, Juan José Aguirre. El padre Aguirre, conocido entre los estudiosos como el aita, es hoy un hombre de ochenta y nueve años, afable, que goza de muy buena salud y que a pesar de su edad, prosigue con el trabajo diario que ha ejercido en las últimas décadas acudiendo todos los días al archivo. Estudió Biblioteconomía y Documentación en Barcelona. «Yo me formé en la abadía de Montserrat», insiste con orgullo. «Allí conocí monjes que realizaban trabajos de archiveros y que recopilaban documentación sobre el nacionalismo y la propaganda política. Sentí que era un trabajo que había que hacer. A Montserrat llegaban documentos de todas las partes de Cataluña que se recogían en las parroquias».

A partir de aquella experiencia Aguirre decidió emular la tarea en el Monasterio de Lazkao. Pero trasladar aquel trabajo al País Vasco planteaba inconvenientes. El escenario vasco estaba ocupado por la terrible presencia de la banda terrorista ETA, su actividad criminal y la persecución policial de sus militantes. Guardar cualquier tipo de documento relacionado con la organización podía asemejarse a la colaboración, pero Aguirre se preocupó de que le llegaran documentos de distintas parroquias de Euskadi. Primero los recogía él entre conocidos de las cercanías y, con el tiempo, le enviaban documentación de todas las partes del País Vasco. Eso suponía una proximidad excesiva a ETA, a ojos de la Administración.

Valor incalculable

Pero Aguirre defendía: «Lo que hoy es terrorismo, mañana será historia». Aunque dicha labor fue vista por las autoridades de modo sospechoso. En 2005, Aguirre fue detenido durante unas pocas horas por la Guardia Civil. Lo cierto es que, al hablar con él, se observa su preocupación por la conservación de su legado histórico de un valor incalculable para el historiador. Hoy en día el monasterio tiene una documentación difícil de localizar en otros archivos y bibliotecas. La colección incluye más de 30.000 pegatinas y unos 25.000 carteles de propaganda. A ello se suman comunicados originales de ETA, números de las distintas publicaciones que ETA confeccionó durante sus más de 50 años de existencia: Hautsi, Zutik, Zutabe, principalmente, así como diversas cartas manuscritas.

Los documentos de Lazkao son de un valor histórico de primer orden por su carácter efímero. Dejando aparte los comunicados originales, el grueso de la documentación son publicaciones clandestinas y adhesivos y tarjetas que se repartían y vendían también de manera ilegal en fiestas populares y en herriko tabernas. Las pegatas se compraban y se regalaban como medio de propaganda. Más de 30.000 imágenes llenan decenas de cartapacios en donde los sicarios de ETA se mostraban como gudaris, como gloriosos soldados en defensa de una patria edulcorada con todos los rasgos del romanticismo decimonónico sumados a la imagen del guerrillero latinoamericano inspirado en el Che Guevara y los tupamaros. Las pegatinas abundan en fotos de encapuchados, hombres armados con eslóganes en defensa de ETA. También las hay dedicadas a los presos con el fin de homenajear su lucha y reivindicar su puesta en libertad.

El universo de la pegatina

Pintadas en la calle, etarras armados, mesas de ruedas de prensa, furgonetas quemadas, imágenes de violencia en donde la Guardia Civil y la Policía Nacional de la democracia actúan con contundencia en manifestaciones y concentraciones. Ese el universo de la pegatina acompañado de lemas como «hay que echarlos», «fuera fuerzas de ocupación», «fuera maketos», «fuera cipayos» junto al escalofriante «ya sé que tienes miedo, pero alguien debe apretar el gatillo».

En muchas imágenes se repite el daguerrotipo de Txavi Etxevarrieta, primer etarra muerto en un tiroteo con la policía o los rostros de etarras conocidos como Kantauri, Txomin o Urrusolo Sistiaga. También el de Pértur, misteriosamente asesinado, sin que la autoría del crimen haya sido resuelta hasta hoy, a pesar de las sospechas que recaen sobre la banda.

Incluso en 1978 se hicieron calendarios a modo de cartas de baraja con los rostros de los presos de ETA más significativos. Llama la atención el de Iñaki de Juana Chaos en una pegatina impresa durante su huelga de hambre sobre una acusación al Gobierno de Rodríguez Zapatero de estar perpetrando contra su vida. Lo que se omite en todos estos retratos es el motivo de estar en prisión. Veinticinco asesinatos en el caso de De Juana Chaos. Y una de las mayores formas de mentir es la mentira por omisión.

Es difícil tomar una postura objetiva ante la contemplación de las imágenes del horror, pero lo cierto es que un buen número de pegatinas tienen un carácter jocoso acerca de las víctimas en un trasfondo escénico capitaneado por el terrorismo: desde el asesinato de Carrero Blanco a la colocación de dianas sobre los rostros de políticos como Atucha, periodistas como José María Calleja o jueces como Baltasar Garzón. Todo son glorias revolucionarias para los gudaris.

Es lo que se desprende de los iconos de los asesinos. A la hora de valorar la historia de terror en el País Vasco hay que tener en cuenta también que existió la guerra sucia. Existió la Triple A, el Batallón Vasco Español, los GAL, Intxaurrondo, la represión en los años sesenta y setenta sobre cualquier celebración de tipo nacionalista. Hay que calibrar que hubo encañonados en autovías y carreteras, que se asesinó a Santiago Brouard, histórico de HB, que se secuestró a Segundo Marey, que hubo torturas, como reclama la Asociación Gogora, que recoge testimonios e imágenes de la memoria, de una memoria, pero resulta llamativo el odio, el resentimiento, la falta de compasión con la víctima en esos retratos de época.

Según el Informe Foronda, confeccionado por Raúl López Romo y bajo el auspicio del Gobierno vasco, hubo 27 muertos a consecuencia de la guerra sucia de los GAL. Hubo 843 a manos de ETA. El 92% de los asesinados por terrorismo en España tenían como victimario perpetrador a miembros de ETA. Y las víctimas requieren todas de la misma justicia, hay que recordarlo, porque hay que entender que detrás siempre hay sufrimiento, como dice Reyes Mate. Pero hubo unos que crearon una sociedad polarizada, en donde las fuerzas de orden público eran los malos de la peli y los asesinos recibían homenajes y panegíricos en plazas y balcones del ayuntamiento. Y escolta llevaban jueces, profesores, periodistas, comerciantes, empresarios, y hasta el portero. Eso era el panorama del País Vasco y de partes de Navarra desde los años ochenta.

Ese relato de la historia no era muy diverso del que hizo Hollywood con los indígenas del norte, retratados como asesinos en el cine y no como sujetos expulsados de su territorio. Se daba una situación aberrante, como si, al relatar el genocidio de los campos de exterminio nazi, se sancionara bondadosamente a los genocidas y los malos resultasen ser los seis millones de judíos eliminados de faz de la tierra.

La inversión del relato se había iniciado. Y de ahí viene la guerra de las memorias y la pelea por la construcción del relato iniciada en 2011 con el cese de los asesinatos en Euskadi. Habría que añadir el papel de la Iglesia católica a lo largo de estos años, los reparos de monseñor Setién de apiadarse de las víctimas de ETA o las negativas de muchos párrocos para oficiar sus funerales, que no fue sólo uno, incluso su poco recuerdo del quinto mandamiento cuando de ETA se trataba.

Y si regresamos a Lazkao habría que revisar el mapa de la muerte, confeccionado por el Colectivo de Víctimas del Terrorismo (COVITE): Beasain y Villafranca de Ordicia están separados por cinco kilómetros, a poca distancia de Lazkao, en donde se realizaron trece asesinatos, entre ellos el de Dolores González Catarain, más conocida como Yoyes, asesinada delante de su hijo de tres años en la plaza de su pueblo en septiembre del 86, por el gatillo de un pistolero de ETA llamado Antonio López Ruiz, alias Kubati.

A la sombra de todo ello, los fondos documentales de la Lazkaoko Beneditarren Fundazioa no tienen menos importancia, sino todo lo contrario. La labor de Aguirre, y sus ayudantes, Miren Barandiaran y Etxahun Galparsoro, es valiente. La importancia del archivo es mayúscula, igual que la de la Fundación Sancho el Sabio, en Vitoria, que incluye documentos similares.

La ambigüedad de las imágenes puede hacer creer que fueron confeccionadas ad maiorem gloriam de los sicarios, y sin duda, fue así para los que las crearon, pero las imágenes tienen ese doble valor que hace que se nos escapen en cuanto a su sentido, y se han transformado en un signo de acusación, de denuncia, de barbarie, que plantea la pregunta: ¿cómo fue posible esto?

Cuando Leni Riefenstahl, la responsable de una maravilla del cine llamada El triunfo de la voluntad, fue procesada en Nuremberg, ella se defendió aduciendo que sólo había contado la realidad de la convención del partido Nazi y de su líder, Adolf Hitler, en 1934. El Tribunal no la creyó y la Historia, tampoco. El terrorismo vasco no debió ocurrir, pero tampoco se debe olvidar, porque para cerrar las heridas, se debe recordar la verdad.