En toda intervención política alrededor de la pandemia, la incógnita fundamental es en qué momento pronunciará el gobernante de turno la expresión "doblegar la curva". Pedro Sánchez tardó diez minutos en recurrir al doblegamiento, otro indicio sobre la acusada gravedad de la crisis sanitaria descontrolada.

Sánchez quiere derrotar al virus por consenso ciudadano, y para motivar a la población apeló al combativo "espíritu de Juanito", apenas disimulado en un literal "espíritu de equipo". Unido a la "moral de victoria", la combinación parece una receta generadora de ilusión colectiva, pero no queda claro que el coronavirus esté escuchando y que se pliegue acobardado ante esta exhibición batalladora.

Por primera vez, un gobernante se impone una meta numérica en la reducción de los indicadores de la pandemia. Es un reto más arriesgado que plantear unos techos que no deben superarse, pero Sánchez sobresale por su temeridad. Sin embargo, ni la tres veces repetida "moral de victoria" garantiza que los 348 nuevos contagios quincenales por cada cien mil habitantes que pesan hoy sobre España puedan contraerse a solo 25.

Sánchez se propone de nuevo una misión imposible, nunca habría llegado a presidente del Gobierno si se limitara a cumplimentar los trayectos convencionales. Por desgracia, su inasumible reducción de 348 a 25 viene complementada por una contradicción económica. Se trata de evitar a toda costa el confinamiento estricto de marzo, aunque sea parcheando la vida cotidiana de semiconfinamientos. Ahora bien, proponer más que imponer el cortocircuito de la vida de relación significa la interrupción del flujo monetario, lo cual conduce a un estrangulamiento similar.

Evitar los desplazamientos y los encuentros no asegura la hercúlea reducción de 348 a 25. Esta gesta requeriría de la energía competitiva y la "disciplina", por emplear el término de Sánchez, de un Rafael Nadal. A cambio, el autoconfinamiento voluntario tampoco disminuye los riesgos letales para la economía.

Sánchez y el resto de despistados líderes mundiales parecen olvidar que el autoconfinamiento voluntario ya se ha producido, y que continúa implacable desde la primavera para millones de voluntarios del encierro. Ni con la batería de medidas preventivas se ha cercenado la espectacular progresión de la pandemia, ¿cuántas personas se han contagiado pese a seguir fielmente las instrucciones sobre mascarillas y distancia social? Por desgracia, es posible que el virus tenga un comportamiento autónomo, que administre sus ciclos mediante ecuaciones que el pelotón de científicos no acierta a descifrar, que solo el invasor pueda decidir el 348 a 25.

Sánchez ha aprovechado el desastre pandémico para deslizar una de las falsedades de la primera oleada. Al reconocer por primera vez que los casos reales triplican al millón de contagios oficiales españoles, no reforzaba la credibilidad de los canales ortodoxos, sino que obligaba a dudar con mayor ahínco de toda cifra o especulación con vitola gubernamental. Ahora solo falta que el ejecutivo admita que también se equivocó al contabilizar la cifra de fallecidos por la pandemia. O que la falseó, según concluyen en el extranjero.

El énfasis lógico sobre el riesgo de "tensionar" la sanidad, otro infinitivo tópico que apareció en el primer párrafo de Sánchez, no debería omitir la referencia a los cientos de miles de enfermos recuperados. Al convertirse en el primer país de Europa y quinto del mundo por en cima del millón de contagios, España también dispone del mayor contingente de población inmunizada, al menos durante los meses necesarios para concederse un respiro.

Si hasta Sánchez elucubra sin datos sobre el número total de infectados en España, puede estimarse sin arbitrariedad que el balance real se halla más cerca de los diez millones que del millón anotado burocráticamente. En esos márgenes, desaparecen conceptos como el rastreo o el seguimiento de asintomáticos. La espera ha dado lugar a la desesperación, ese punto en que hasta el "espíritu de Juanito" se muestra razonable.