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Violencia machista

La vida de una asturiana tras más de 20 años huyendo del maltrato: "Ya no sé vivir sin miedo"

Los sentimientos de una víctima de violencia de genero tras fallecer su agresor de covid-19: "Me avergüenzo de no sentir dolor"

Concha cuenta su historia: "Me dijeron que había muerto y no sabía cómo gestionarlo".

Era la primavera del año 2019. Concha (nombre figurado) abrió las puertas de su casa a este periódico para narrar su historia como víctima de violencia de género. Un hogar, con detalles de madera, en un pueblo del concejo de Lena. Un bonito escondite para escapar de su exmarido. Él había cumplido condena por maltrato y, ya fuera de la cárcel, seguía amenazándola. En la cocina había unas flores, la ventana estaba abierta. 

“Graba todo lo que te cuente, que quede dicho. Ya sabes, por si me pasa algo...”. Siguió el silencio. Y la luz que entraba en la estancia, y toda la luz del mundo, pareció apagarse. Ahí estaba la verdad: esa mujer risueña, que había preparado un bizcocho y café para la merienda, vivía con una diana en la espalda.

Hace unas semanas, Concha recibió una llamada de una extensión larga. Respondió agitada, como siempre que veía un número desconocido en la pantalla. Y una voz neutra le anunció lo inesperado. Su exmarido, del que llevaba dos décadas huyendo, había fallecido por covid-19. Este no es un relato con final feliz. Que quede claro: Concha no le deseaba la muerte. Pero sí es una narración pocas veces contada. “Quiero compartir lo que sentí porque, cuando me pasó, me hubiera gustado saber que hay más mujeres en la misma situación que yo. Más mujeres sintiéndose culpables por no llorar, más mujeres que tienen que aprender a vivir sin la absoluta certeza de que un día van a matarlas”. Esta es la historia de Concha.

Tenía doce años cuando le conoció. Creía en las princesas rescatadas, en el “felices para siempre”. Por eso, a Concha no le extrañaron ni el control ni los celos: “Pensaba que todo lo que hacía era porque me quería, no sabía nada de relaciones. Sabía muy poco de todo, en realidad… era una cría”, dice. Se casaron jóvenes y tuvieron a su primer hijo. Para entonces, Concha ya no tenía relación con su entorno. La había aislado poco a poco. “Mi vida era trabajar y estar con él. Me controlaba la hora a la que entraba, la hora a la que salía… las palizas empezaron muy pronto”. Había golpes que marcaban, ella siempre disimulaba. Reconciliaciones con flores, promesas de que no volvería a pasar. Ella se agarraba al amor que no existe, al que todo lo puede. Tuvieron otros dos hijos.

Cada vez más golpes, cada vez más dolor. Hasta que, una noche, le dio una paliza y la dio por muerta. Uno de sus hijos llamó a la Policía Nacional. Fue entonces cuando le detuvieron e ingresó en prisión. Ella solicitó el divorcio y pagó un precio muy alto: tuvo que dejar toda su vida, un negocio próspero y su tierra natal. Se refugió en Asturias, en esa casa que ella llenó de flores. Y empezó una vida nueva.

Siempre con miedo. “Cada vez que conocía a alguien, cada vez que intentaba iniciar otra relación, temía que me pasara algo malo… Nunca fui realmente feliz”, reconoce. Apuntaba los días que le quedaban a él en prisión. Cuando salió de la cárcel, siguió persiguiéndola. Hasta el final: “El último mensaje que me envió fue para decirme que tuviera mucho cuidado, que iba a darme donde más me dolía. Y que vigilara bien a mi hijo pequeño”, dice ella, temblándole la voz.

La demandaba con acusaciones falsas. La acusó, incluso, de desatender a sus hijos. A finales de este mes, él tenía que dejar el piso que estaba a nombre de ambos. Le había dicho, muchas veces, que la mataría y luego se mataría él. “Tienes que morirte antes, los buenos siempre se mueren antes”, afirmaba él.

Y ella vivía temblando. A pesar de todo, Concha mantuvo siempre el contacto con su familia política: “Son muy buenas personas, se han preocupado por mis hijos”. Por eso, su exsuegra dio su número de contacto al hospital cuando él enfermó y fue diagnosticado de covid-19. “No tenía patologías previas, ni ningún mal hábito, era un hombre muy joven… Nunca pensé que fuera a morir”. Cuando la llamaron del hospital, no podía entender lo que le decían. “Pensaba que era un error, me parecía imposible”.

Colgó el teléfono, su mundo patas arriba. “Todo empezó a darme vueltas, me mareaba… No sabía que hacer, sentí algo que no sabía gestionar”, reconoce. Llamó al 016, el número de atención para las mujeres víctimas de violencia de género: “Me trataron genial, estuvieron una hora hablando conmigo”. Logró identificar lo que sentía. “Tenía vergüenza, porque soy una persona muy empática y su muerte no me había producido ningún dolor”. “Tuvimos tres hijos juntos y sé, con certeza, que vivimos buenos momentos. Pero no conseguía, ni siquiera ahora lo consigo, recordar algo bueno”.

Estas últimas semanas, Concha ha estado en piloto automático. Como si interpretara un papel en una vida que no es suya. Ha hecho trámites sobre el patrimonio que tenían: “Dos de mis hijos han renunciado a la herencia, yo les digo que no. Que todo lo que no les dio en vida, que se lo dé ahora”. Sabe que tiene por delante un reto: nada más ni nada menos que aprender a vivir sin miedo.

Sin la diana en la espalda. Ha empezado poco a poco: “Ya no tengo que tomar precauciones cuando subo algo a las redes sociales... ahora ya geolocalizo las fotos”. Este fin de semana, ha viajado a su tierra natal. “Iré siempre que pueda, pero no quiero volver a vivir allí. Él no está, pero están todos los recuerdos”. En la casa que compartían, ella aún no ha entrado. Le han dicho que él guardaba todas sus fotos. Que tenía en un libro apuntadas todas las recetas que ella le cocinaba.

Lo veló, le compró unas flores. Antes de que lo enterraran, pidió un momento a solas con el féretro. Se acercó, quedaba algo por decirle: “Vete en paz, te lo perdono todo”.

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