Una virtud que tienen las fallas es que empiezan cuando a uno más le interesa. Porque no será que no tiene inicios: cuando se queman las fallas, ya empiezan las del año siguiente. Y cuando se elige a la corte de honor, cuando se elige a la fallera mayor, cuando se celebra la Crida, cuando se dispara la primera «mascletà», cuando se plantan las fallas infantiles y cuando se plantan las grandes.

La exaltación de las falleras mayores de Valencia es uno más de esos innumerables inicios. La fiesta acelera de forma implacable. Ya se han celebrado las exaltaciones y, por ejemplo, las chicas ya van uniformadas de aquí al final de sus días como falleras mayores o cortesanas. Ahora ya tienen la banda de Artesanía Llobe en el pecho, pinchada con más o menos tino por Pere Fuset —va mejorando conforme pasan falleras por su lado—.

Y para ellas será mucho más que un elemento que no ha de olvidarse por la mañana cuando van a recogerlas con el coche oficial. Es el pasaporte a la inmortalidad dentro de la fiesta. Es su particular patrimonio material con el que recuerdan lo que son o lo que han llegado a ser. Desde que las redes sociales están en marcha, una imagen recurrente es la de la cortesana en ejercicio que, cuando a mitad de octubre está a punto de acabar su vigencia, le dedica unas palabras mientras sube una foto de la banda, —más enrobinada que cuando la estrenaron— dedicándole una sentida despedida.

Pero para Alicia Moreno, Sofía Soler y sus 24 acompañantes, eso queda, de momento, muy lejos. Es momento de disfrutar cómo han pasado del anonimato más absoluto a llegar al Palau de la Música en coches de época.

Ayer fue el turno de la infantil. Que suele ser un acto menos trascendente, pero eso que se lo digan a Sofía, a la corte infantil, a sus padres, a sus comisiones, a Quart de Poblet (su alcaldesa asistió al acto al lado de Enric Morera) y a todo aquel que muestre un mínimo interés por la cuestión.

El acto transcurrió con la misma normalidad que la del pasado viernes: un espectáculo musical que a unos gustaría más y a otros menos. Pero que es necesario para ser un envoltorio del acto. Técnicamente irreprochable, la fantasía «Catalejo» es probable que se hiciera un pelín larga. Si así se puede justificar lo que pasó después, que se antoja que tiene poca justificación. Lo que pasó es que, cuando llegó el momento del mantenedor, los niños ya estaban desbaratados.

«Estan que no ca, que no ca...»

Para decirlo claro: Carles Cano, sobre el que pesaban todos los fantasmas catalanistas del mundo, fue un mantenedor excelente. De los mejores que han pasado por el Palau en los últimos 25 años, desde que se recuperó esta figura. De entrada, antes de dirigirse al atril recolocó la banda de una de las niñas. Y una vez allí, habló pausadamente (la acústica de este acto no es la mejor, todo sea dicho), cantó con buena voz, se dirigió a cada una de las niñas de la corte. Insinuó alguna palabra malsonante con gracia («Els teus pares, Ximo i Paqui, i el teu germanet Ferran estan que no ca, que no ca... bé, ho direm fi: que no caben dins d’ells de contents»), dio en el clavo con el argumento, cantó con buena voz, tocó temas espinosos, como la frustración por no salir elegida fallera mayor infantil, resolviéndolos con tino. No hizo llorar pero sí entretuvo, que las dos formas caben en el peliagudo cometido de ser mantenedor infantil. Y además, lo hizo vestido de valenciano, escapulario incluido.

Habría sido todo perfecto si no fuera porque abajo, en la grada central y en la lateral, el alboroto era desagradable, casi violento, para el espectador neutral. Niños jugando con el ingenio electrónico de turno, presidente infantil que golpea a fallerita infantil, fallerita infantil que retuerce brazo a presidente infantil, multicombate entre presidentes infantiles de la misma fila, la de atrás y la de delante (había un rubito que parecía campeón mundial del peso pitufo), carreras por el pasillo, lanzamiento de botellines de agua (vacíos afortunadamente). Y algunos, se supone que bastantes, pendientes del discurso. Un tema para hacérselo mirar. Es evidente que varios centenares de niños juntos y sin delegada de infantiles que ponga freno se prestan al alboroto, pero los mismos presidentes que solicitan mejores entradas para ellos —algunos, el viernes, se dedicaron a cantar desde el bar— deben encontrar una solución a una imagen que, seguro, no es la realidad educacional, aunque ayer dejó algunas dudas de si fue un mal día. Suerte que Sofía y las niñas vivían el particular cuento y eran felices. Con eso, basta.