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La Cridà: obertura de las fiestas

Las Fallas han sido siempre la singular manera que tenemos los valencianos de echarnos de encima el invierno, que no nos deja salir de casa e ir a nuestro medio natural. Nos encanta callejear. Para nada nos gusta estar encerrados dentro de casa y en cuanto apenas el tiempo lo permite convertimos las calles en regueros de gente.

Este año comprobarás es verdad lo que sigues sin creerte, que somos un pueblo capaz de estar un mes entero de fiesta, mañana, tarde y noche, sin parar, sin que nos venza el cansancio, ni el atiborramiento de actos. Va desde hace siglo en nuestro ADN, cóctel molotov de tantas civilizaciones y culturas que han pasado por nuestra tierra todas las cuales han dejado su inalterable poso.

La obertura de esta sinfonía festiva la interpreta el pueblo alzado en guerra de emociones el último domingo de febrero, congregado ante su monumento de bienvenida más impresionante, las Torres de Serranos. Allí, al atardecer, ejecutará la introducción de la obra musical llena de color y armónico ruido, que se prolongará «in crescendo» hasta el comienzo de la primavera.

Nuestro novelista de la concisión, Azorín, en su obra «Valencia», llama a estas torres «obras de puro lujo», levantadas en época antigua «de civilización extremada». En torno a ella y sus Falleras Mayores, se congrega abigarradamente el pueblo fiel, para escuchar el bando de salida: «la Cridà», la llamada. Palabra y verbo «cridar» que ya encontramos en el «Liber Elegantiarum», de Joan Esteve, primer diccionario, vocabulario latino-valenciano, datado en el siglo XV, impreso curiosamente en Venecia.

Un océano de cabezas y corazones de los activos militantes de la fiesta son llamados y arengados por la Fallera Mayor, recién el alcalde le entrega las llaves de la ciudad, el poder omnímodo y absoluto de Valencia en Fallas, para que vivan en plenitud la imparable y bien engarzada «mascletà» de la fiesta.

Hasta ese momento, Valencia es una ciudad sin aparatosos ruidos, pero a partir de aquí, escucharás a cualquier hora del día o de la noche, hasta el 19 de marzo, un constante retumbar de explosiones, multitud de sonidos pirotécnicos y algazaras diversas, estridentes, que te acompañarán por doquier.

Fuegos de artificio al anochecer, en la amanecida, en las horas de vigilia y recogida, ruidosos y coloristas, palmeras de fuego en la cerrada oscuridad, que antaño lanzábamos osados y atrevidos desde lo alto de la torre Micalet, convierten Valencia en una ciudad de guerra, donde la pólvora no es muerte, sino vibra en son de paz. Tanta fiesta, tanta gente, tantas sorpresas, embeben, subyugan, convierten este pueblo en un gran seductor, que vive con fruición unas Fallas hoy dedicadas oficialmente al olvidado san José, pero que tienen su desconocido origen, en las fogatas que en el siglo XVI se levantaba en calles y plazas de la ciudad en honor a otro santo del pueblo, Vicente Ferrer. Y es que en Valencia andamos sobrados de historia, rezuma por los cuatro costados.

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