Porque no se ha hecho suficiente pedagogía, porque el fallero, por definición, es desconfiado, o por las dos cosas. El caso es que la declaración de las Fallas como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad llega a su semana decisiva sin haber acabado de calar en el imaginario popular. Y lo que se juegan las Fallas es ingresar en el club más selecto en el que nunca ha estado ni estará, porque más arriba es imposible. Podrá siempre optar a las listas que abundan en internet de «Las mejores fiestas del mundo», donde a veces se la ve. Pero no es lo mismo. Esta última es un reclamo turístico. Ahí rivalizará con el Oktoberfest alemán, el Holi indio, el carnaval de Río de Janeiro y las más próximas Tomatina de Buñol y Sanfermín pamplonés.

Ingresar en la primera, la que se decide desde mañana en Adis Abeba, sería el premio a doscientos años de tradición. Un reconocimiento a las generaciones de valencianos que nacieron y murieron creyendo en una secuencia ritual que fue creciendo con la aportación de cada uno de ellos. No se premia ni ser espectacular, ni ser masiva, ruidosa o divertida. Se premia su espiritualidad. Decir al mundo entero que tiene unos valores por las que merece la pena conocerla y preservarla. Esa es la esencia en los Patrimonios Inmateriales. Y al abrigo de esa idea, un total de 391 manifestaciones en todo el mundo disfrutan ya de esa condición, a las que se unirán las que seleccione el Comité Intergubernamental que se reúne en la capital de Etiopía.

Son tan ricas las Fallas, que la Unesco señala seis motivos para poder ser Patrimonio de la Humanidad. Las Fallas se apuntan a cinco de ellas: Tradiciones orales, artes del espectáculo, usos sociales o rituales o actos festivos, y saberes y técnicas vinculados a la artesanía tradicional. Tan sólo se descarta como «práctica relacionada con la naturaleza y el universo».

Y precisamente porque esa riqueza no es necesariamente compatible con la fama, el número de eventos, tradiciones, costumbres o fiestas que la forman no destaca necesariamente por lo famoso de sus elementos. Los hay, sin duda (el mariachi, la acupuntura, el fado, la dieta mediterránea, la cetrería...), pero no es eso lo que se persigue. Sirva el dato: hay diez carnavales, incluso uno en Brasil (el de Recife), pero no está el de Río de Janeiro. No está la Oktoberfest muniquesa, pero la fabricación de la cerveza en Bélgica, con su acerbo cultural, es un de las favoritas para ingresar en ese selecto club.

Las fallas aportan unas características muy especiales. Muy hábilmente explicado en el vídeo que adjunta la candidatura, lo define como un sistema planterario en el que el sol es el monumento fallero. Que ni pintada su definición estelar, puesto que su fin es el de convertirse en una bola incandescente.

Y a su alrededor orbitan los planetas, que son las tradiciones y elementos adyacentes: la música, la danza, la indumentaria, la literatura, la orfebrería, la ocupación territorial, la organización del colectivo humano, la transmisión a las siguientes generaciones.

Cuando se repasa el listado de fiestas que ya disfrutan del particular logotipo que avala su condición de Patrimonio Inmaterial es cuando verdaderamente se empieza a poner en valor lo que supondría para las fallas. En ese listado se habla de pueblos que han conservado celosamente un aspecto de su existencia. Transmite orgullo por lo que es propio. Esos elementos ya pasaron el examen y se reconoce en ellos la capacidad que tienen para formar parte de la esencia de la civilización que las cobija. Mucho más profundo que cuestionar si esta declaración va a lesionar las atribuciones de la asamblea de presidentes. Y sólo leyendo la historia ajena se entiende menos cuando alguien dice «a mí eso del Patrimonio me trae sin cuidado». Con un expediente casi perfecto, sólo falta que se lo crean sus propios protagonistas.