La historia verdadera de la ofrenda de flores

El gesto de Paquita Pérez que desencadenó el fervor general por la Mare de Déu

La historia verdadera  de la ofrenda de flores

La historia verdadera de la ofrenda de flores / Elena Martínez

Antonio Santos Barranca

«¡Una hora de locura y de dicha!», canta Walt Whitman en Hojas de hierba. Y una hora de locura y de dicha tuvo Paquita Pérez el jueves 19 de marzo de 1942, cuando se atrevió a tomar la iniciativa en una València de miedo, luto y hambre llena de prohibiciones.

En el valenciano medieval del «Llibre dels feits» del rey en Jaume la palabra falla, del latín fax, antorcha tanto de vigilancia como para celebrar de noche una fiesta, dio nombre a una festividad modesta de carpinteros que se desprendían de maderas inservibles y les daban artísticas formas antes de prenderles fuego. La fiesta no era más que eso desde finales del siglo XVIII, y un motivo de diversión popular pagana de homenaje al fuego, luego reconvertida a la invocación de un santo.

La celebración se había ido haciendo tan libre, vistosa, divertida y caricaturesca que, vencida la República, en noviembre de 1939 ya se creó, como instrumento de censura de las modestas construcciones satíricas, la Junta Central Fallera, dependiente de los vetos de la Consejería de Ferias y Fiestas, que alcanzó a censurar de inmediato hasta al 94% de las formas, llibrets  e intenciones de los ninots y  monumentos, en una demostración de falta absoluta de sentido del humor.

En 1942 ni València, con miles de familiares muertos, ni España, con cientos de miles, estaban para muchas fiestas, pero un pueblo triste y hambriento con una superpoblación de lisiados y de huérfanos refugiados, y que veía detener a un vecino con frecuencia, lo que deseaba, además de comer, era reír. Y una bella muchacha, huérfana de padre e hija de una sirvienta, inmigrantes, nacida el 27 de mayo de 1924 en un modesto piso de la calle Arzobispo Mayoral, fallera mayor de la falla de la calle Falangista Esteve, cambió con un capricho de guapa justamente feliz en una España fea, el destino de la fiesta de carpinteros para siempre, hasta reconvertir sin proponérselo las Fallas en algo diferente, y de modo involuntario en festividad de alto componente religioso, y su gesto de apenas una hora en el acto anual de mayor duración de las Fallas posteriores, que se prolonga actualmente dos días y peregrinaje de otros varios con miles de curiosos, lo que transformó una festividad pagana de celebración de la llegada del equinoccio de Primavera en un improvisado homenaje religioso.

Tal imagen de Virgen es La Geperudeta, una imagen del siglo XV antiguamente conocida como Nostra Dona Sancta María del Ignocents, en cuya denominación intervenían hechos y devociones relacionados con la fiesta medieval pagana de los locos hasta la llegada del Padre Jofré y su defensa de los inocentes enfermos mentales, hasta que en 1494 Fernando II, rey de Aragón y de Valencia, decidió en el bello valenciano del Tirant lo Blanc recién impreso, que pasara a denominarse Nostra Dona dels Desamparats, para reservar lo de inocentes a los niños víctimas de Herodes, e incluir en desamparados a todos los desgraciados. La imagen acababa de ser repuesta en la Basílica tras haber sido salvada de un incendio y escondida por el alcalde republicano José Cano Coloma, luego con prisión larguísima por ser masón.

Pero estamos en marzo de 1942, en España existen entre 300 y 400 campos de concentración con una cantidad calculada entre 700.000 y un millón de personas condenadas a  juicios, muchas con sentencias a muerte por fusilamiento o en el mejor de los casos a redención de penas por el trabajo trabajando en esclavitud. El recuento del año anterior de presos en la Cárcel Modelo de Valencia se acercaba a la increíble saturación de 10.000. Sólo para mujeres existían en España 43 cárceles. Según la todavía incompleta Enciclopedia de la Memoria Histórica, en 1942 fueron fusilados en València 983 prisioneros rojos, y durante los días de Fallas 113, la mayoría en Paterna, a 9 kilómetros de la fiesta. Miguel Hernández agonizaba ya en la cárcel de Alicante. En la provincia de Valencia subsistían aún 19 campos de concentración.  

Pero Paquita Pérez, que apenas ha aprendido a leer y escribir en la sección para niñas pobres del Colegio de Monjitas del Sagrado Corazón de María de la calle de San Vicente, tiene una idea que se convierte, según terminología de Stephan Zweig, en un Momento Estelar al menos de las fiestas nacionales: la de una ofrenda personal de su ramo de flores a la Virgen. 

De vida sencilla y pobre, su madre la ha acompañado días antes, como casi única diversión posible, a ver, mientras cenan un bocadillo en el cine Olimpia perfumado con ozonopino, la película Raza, a 1,10 pesetas la entrada. Ese año la todavía modesta falla de la céntrica plaza de Emilio Castelar, ya llamada Plaza del Caudillo, incluso se ha oficializado como representativa del recién nacido selecto club burgués de la ciudad. El récord de fallas montadas del año 1925, con 40, es superado en número buscando más dispersión y publicidad, porque en un 1942 en guerra mundial el potencial festivo del gobierno tiende todavía a la exaltación de su victoria, y no será hasta después de la derrota nazi cuando la tendencia abandona el triunfalismo y cambia a lo folclórico y regionalista. La existencia de la fiesta se comunica por primera vez al mundo admirado ante el poderío nazi con la inauguración de Radio Exterior de España. El Gobierno acaba de conceder el mayor crédito de su historia, 300.000 pesetas, para intensificar el intercambio comercial con la República Argentina, que nos enviará trigo para poder comer, pero en la ciudad lo que realmente emociona es que el Valencia C.F., ya campeón de Copa, se va a proclamar Campeón de Liga, que Goerlich termina por fin el majestuoso edificio del Banco de Valencia, o que se inauguran nuevos tranvías con el revolucionario método de que al subir a él por una única puerta se abona el importe a un cobrador sentado.

Paquita Pérez Pérez ha fallecido, unas semanas antes de cumplir 99 años, el pasado 4 de marzo, y este recordatorio del germen de la Ofrenda, escrito en su ámbito familiar antes de esa fecha, con idea de que ella lo conociera, debe ser contado, ahora en homenaje suyo. Retrocedamos, pues, a 1942 y no a 1943 como en muchas partes aparece erróneamente la fecha de esa primera Ofrenda, por la simple razón de que el acto fue tan espontáneo e imprevisto que hasta un año más tarde —con ofrenda repetida por Paquita pero ya no improvisada— no se anota oficialmente como destacable, y de ahí la confusión. Paquita llevó flores a la Virgen, a título personal, varios años, incluso ya casada.

Paquita en 1942 tiene 18 maravillosos años, ha sido y sigue viviendo en un edificio mantenido en pie milagrosamente a pesar de los bombardeos. De niña ha visto muertos, destrucción, oído sirenas y obedecido a su madre que nunca ha aceptado huir hacia el refugio cuando aviones italianos bombardean. En 1934, tercer año republicano, a sus 10 años ha sido nombrada en un acto infantil Miss Baldoví. También ha visto camiones cargados de hombres a los que grupos de milicianos gritones llevaban a fusilar. Se convierte en una mujer valiente.

Nombrada Fallera Mayor de su barrio, va vestida, como todas, de fallera pobre con imitación de perlas prestadas y un vestido confeccionado en casa. Ha recibido, por ser su onomástica, un ramo de flores formado al reunir otros más modestos adquiridos como felicitaciones de los miembros de la Junta: el ramo inicial de la Ofrenda estaba compuesto por dos docenas de claveles procurando que no prevaleciera el rojo. El salario medio es entonces de 5,50 pesetas diarias, un pan cuesta 0,75. La alimentación ha aumentado ese año un 177% y se ha popularizado un comercio ilegal conocido como estraperlo. Está muy bien visto persignarse al pasar por delante de una iglesia. Mira a su alrededor y ve a decenas de muchachos hipnotizados ante su presencia. Muchachos tímidos, ninguno se atreve a dirigirle un tímido piropo. Se siente por primera vez en su vida alguien admirada, importante y con poder de decisión. Y como el acto parece haber tenido fin y solo queda irse a aburrir a casa hasta el momento de la cremá, pero ella desea prolongar su felicidad de ser fallera principal, y de que la fiesta no termine, y es además muy devota de la Virgen, sugiere a su presidente, obtiene permiso, y da una orden: «Todo el que se atreva que me siga desfilando, y la banda de música que no deje de tocar». Según transmisión oral, la banda era la de la pedanía de Massarrojos.

«¿Adónde vamos?». Lo normal y lo que con toda la lógica del mundo justifica el paseo es ir a la mutua del Gremio de Carpinteros, o Sindicato de la Madera y el Corcho, en la calle del Palau a dos pasos de la basílica, pero ella, que se define más devota de la Virgen que de gremios, decide entrar a ver a la Virgen porque la mutua no es sitio de flores, y si se lo permiten los curas o monaguillos dejará el ramo de flores a los pies de la imagen. «Pero la música que no pare». Y marchan decididos y felices en desfile desde la calle Arzobispo Mayoral, Falangista Esteve, Plaza del Caudillo, San Vicente, Plaza de la Reina, desvío hacia la vieja calle Zaragoza entre Santa Catalina y el Micalet, hasta la Plaza de la Virgen y la Basílica. El espectáculo, en la España tristísima que viste de negro teñido, hace llenarse las aceras de gente y los balcones de cabezas, para ver un espectáculo alegre, bello y de gente joven que no ha estado en la guerra. Nadie sabe todavía adónde van. Los policías de gris, felices porque ya les han permitido quitarse los calurosos abrigos, miran desde las aceras.

En la puerta de la Basílica la severa e intransigente iglesia de posguerra intenta impedirles el paso hasta la Virgen por no ir ella adecuadamente vestida, sino con traje demasiado alegre de fallera, mostrando escote desnudo, y con la cabeza que ha de cubrirse con mantilla, y encima seguida de músicos. Finalmente su simpatía y poder de persuasión triunfan, y les permiten la entrada en silencio absoluto.

Paquita, en ese año 1942, es una bella muchacha simpática, extrovertida, inteligente y musa indiferente de poetas y pintores, alguno ahora con calle dedicada en la ciudad. A veces ha hecho teatro, empezando en el Juvenalia: Don Juan, ¡Atrévete, Susana!… Si después de 1942 no pasó al cine con Cifesa fue porque se cruzó en su camino el hombre de su vida, natural de una aldea en un páramo con un solo árbol, Camañas, en Teruel, excombatiente en los dos bandos, por encontrarse dos veces en el lugar que no deseaba. Se casaron en 1948. Él se inventó una tienda de ultramarinos, a cambio de colocar con su permiso de apertura en el lugar más oscuro de la casa una foto de Franco y, por compra de cierta cantidad de sardinas ahumadas o quizá de coñac, el obsequio de una enorme imagen azulada de una Virgen sin nombre. ¿Quién se atreve a arrojar a la basura una imagen de Virgen o un retrato del Caudillo? La Virgen fue objeto permanente del domicilio durante años, y quizá como recuerdo de su día glorioso, Paquita mantuvo durante décadas la imagen iluminada noche y día.

Y esa es la historia, el origen y el momento estelar. A partir de 1943 Paquita repite, como corte de honor, la ofrenda de flores acompañada de algunas monjas, y más tarde algunas falleras repiten la idea, luego continúa a título personal llevando flores, hasta que se ve desbordada por grandes grupos de muchachas y deja de participar. En 1967 —verdadero 25 aniversario— es invitada a un homenaje en el que sin embargo las fotos muestran un oficializado 1943, más tarde recibe el Bunyol d’Or, y en 2017 —también verdadero 75 aniversario— recibe otro homenaje de su falla.

Como dice la estudiosa de las religiones Catherine Bell, «la gente forja rituales que moldean su mundo», no al revés, y años después el sencillo gesto inicial, bajo el poder absoluto del llamado nacionalcatolicismo, ha sido tan copiado que se crea oficialmente la Ofrenda de Flores a la Virgen de los Desamparados, al mismo tiempo que se autorizan de un plumazo en Andalucía y otras partes de España la formación de decenas de nuevas procesiones de Semana Santa. El Estado asimila así la idea de una iniciativa privada popular masificada después y la instrumentaliza inmediatamente según su concepción de toda fiesta al servicio de la religiosidad dominante. Una fiesta gremial se engrandece de inmediato como manifestación de general fervor religioso de la España vencedora, y nada menos que en la ciudad más resistente de la contienda, capital incluso de la República vencida. La Ofrenda es un triunfo espectacular de la Dictadura en la ciudad de la resistencia roja, y se encarga en 1966 a Octavio Vicent una réplica de la Virgen para salidas al exterior.

Diez años más tarde el llamado Día de la Ofrenda domina ya en luminosidad, lujo, derroche, coste y duración a todos los restantes de las Fallas, hace extenderse la duración de la fiesta, crea una industria, y la fiesta pagana de las antorchas de quema de la madera sobrante del gremio de carpinteros se convierte en fiesta casi decididamente religiosa con ayuda de la todopoderosa Iglesia y de un gobierno bajo palio.  

La pobre muchacha de pan negro y lentejas fue en 1942, sin querer, un personaje para la historia de la ciudad de Valencia, más trascendente sin comparación al día de hoy que la aristócrata María de la Soledad Micaela Agustina Antonia Bibiana Desmaissières y López de Dicastillo y Olmeda Vizcondesa de Jorbalán, a quien un despistado o absurdo ayuntamiento dedica nada menos que dos calles, caso insólito —Madre Sacramento, frente a la casa de Paquita, y Santa María Micaela—, sin que nadie recuerde ya qué méritos tuvo la olvidada santa para ese doble homenaje. La modesta calle repetida, la de Madre Sacramento, debería llevar el nombre de Francisca o Paquita Pérez como homenaje.

Y es mucho tiempo después, en 2017, cuando la prensa y la radio homenajean a una muy anciana Paquita Pérez ya desmemoriada, que aunque sabe que fue la primera fallera en llevar flores a la Virgen, ha oído tantas veces una anecdótica historia de la Ofrenda que ya ha empezado a no reconocer la auténtica verdad sino lo que se cuenta, y cree sin maldad, como en la película de John Ford, que cuando la historia se convierte en leyenda, se escribe la leyenda, y obligada a describir el momento relata tímidamente la anécdota reducida al mínimo, y resume modesta y brevísimamente, en una sencilla frase que es capaz de pronunciar, la indudable verdad de que tuvo el atrevimiento de hacer la primera ofrenda de un ramo de flores a la Virgen… vestida de fallera.

Lazo con la bandera de España en una época en la que todavía estaba muy presente la Guerra Civil. Abajo, imagen actual de la Ofrenda de Flores.

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