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Niños y niñas de la Guerra

La esperanza que llegó de Madrid

Las familias de los niños y niñas que fueron acogidos en Aldaia en la Guerra Civil reviven su historia ochenta años después

Testimonios de los niños de la guerra en Aldaia

Testimonios de los niños de la guerra en Aldaia

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Testimonios de los niños de la guerra en Aldaia Laura sena | aldaia

«El primer recuerdo que tengo de mi infancia es el viaje en tren de Madrid a Aldaia en el que yo venía vomitando y me cuidaba una niña más mayor. No sé de dónde venía ni dónde había vivido. He intentado recordarlo y nunca he podido». Así inicia el relato de su vida Consuelo Cartagena Revilla, nacida en 1930 y una de las 200 niños y niños que durante la Guerra Civil fueron evacuados a Aldaia por el Gobierno de la República para ser acogidos, una vez la batalla se recrudeció en Madrid y la ciudad quedó desabastecida.

Llegaron en el tren y fueron llevados a un local en la calle de la Iglesia. Allí fueron asignados a familias, que los mantuvieron durante el conflicto y luego fueron devueltos a Madrid cuando se acabó, aunque muchos de ellos volvieron.

Consuelo Cartagena fue acogida por la familia de Encarna Tárrega la «fèlisa», que vivía en la calle Sant Francesc, al lado de donde ella reside hoy, y se convirtió en la niña mimada de un hogar que afrontaba la guerra. «Aquí se pasaba mucho miedo porque los milicianos venían con amenazas a requisar el aceite o el dinero. Nos manteníamos a base de tortitas de maíz», narra la anciana.

Cartagena Revilla había ido a parar a uno de los orfanatos de Madrid cuando su padre, que era soldado, murió en el frente y su madre, Carmen Revilla, no podía temporalmente hacerse cargo de ella. Al poco de estar allí llegó la evacuación. «Mi madre volvió a buscarme y ya no estaba. Peleó para que volviera con ella pero yo quería estar en Aldaia», explica. Así que en ocasiones visitó ella a su madre o su madre vino a Aldaia, hasta que falleció con poco más de 40 años, pero fue Encarna Tárrega y su entorno los que se convirtieron en su «verdadera familia».

De su infancia recuerda que «el pueblo era la mitad que ahora pero las fiestas eran parecidas y yo siempre me metía en todo, sobre todo en la Iglesia». Consuelo Cartagena se casó en 1958 con Teófilo Sastre, tres años mayor que ella y que había compartido vagón de tren aquel día, evacuado también de Madrid, aunque no fue hasta dos décadas después cuando se conocieron. Su hija Consolación Sastre es actualmente madre de tres hijos de los que su abuela se siente orgullosa. «Son una eminencia», dice con orgullo.

Historia de superación

El que también hizo lo que pudo por quedarse en Aldaia fue Francisco Rodríguez Camacho, padre de Rosa y Pilar Rodríguez, «les paneretes», fallecido en 2013. En instituciones para huérfanos desde su nacimiento, fue a parar a casa de Consuelo Vilanona y Gabriel Guzmán en Aldaia. Y cuando lo devolvieron al orfanato, tras la guerra, hizo hasta cuatro viajes a València desde Madrid andando. «Vino con varios compañeros. Comían remolacha que cogían de los campos y robaban panes para subsistir», recuerdan sus hijas que les contaba.

Tantas veces volvió que la Guardia Civil lo dio por imposible y ofreció a la familia aldaiera que se quedara allí. Pasó su adolescencia y su juventud en esta casa, y tuvo sus primeros empleos, en los que se puso de manifiesto que era un superviviente y el carisma que le caracterizaría toda su vida. Después de tener varias novias, acabó casándose con la hija pequeña de su casa de acogida, Rosa. «Hui es casen els germans», decían en el pueblo el día de la boda, que causó una revolución porque ambos novios salían de la misma casa.

Compaginó su tarea en el aserradero de los Senent con la venta de ajuar, joyas y otros artículos por los que recibía comisión. Como amenazó con irse de la empresa porque ganaba más con su segunda actividad, le convirtieron en el comercial de la factoría de muebles, una profesión que conservaría siempre. «Nunca nos faltó de nada en mi casa gracias a él porque era muy trabajador y se metía a todo el mundo en el bolsillo», recuerda Rosa mientras su hermana Pili remarca el talento que tenía «para cantar, para recitar poemas en Navidad, especialmente el de 'Un Duro al Año', y contar historias».

Rodríguez escribió, en los últimos años, en unos folios que ahora conservan sus hijas, una autobiografía que no llegó a acabar. Cuando sus hijas eran adolescentes, buscó a su madre, la localizó y la trajo a vivir con ellos a Aldaia durante un tiempo. «Corría el año 1923. Mi madre estaba de criada en casa de un comandante del Ejército y se quedó embarazada del comandante. Y a pesar de que ella se empeñó en decir que había sido víctima de supuestos abusos sexuales de este señor, no la creyeron y la despidieron», recogió en sus memorias.

Tras su fallecimiento, su hija Rosa imprimió en un pergamino dos de los poemas que recitaba en las celebraciones a sus dos hijas y yernos, y a sus cuatro nietos. «Cada vez que nos recitaba, volvía a ponernos los pelos de punta y a mantenernos en vilo», concluyen.

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