Pese a haber enunciado unos días antes que el ataque preventivo sería en adelante el eje de la doctrina estratégica de EE UU, el presidente Bush no era a finales de octubre de 2002 el único foco de atención mundial. Entre los rescoldos del 11-S y la amenaza de la inminente tormenta en Iraq, lograba abrirse paso la figura de Lula, un político de corta estatura y gran aura mediática, que acababa de imponerse en las elecciones presidenciales brasileñas como candidato del Partido del Trabajo.

Lula era, para recelo de los mercados y curiosidad de los observadores, el abanderado de una "nueva política de izquierdas" que pretendía mantener la ortodoxia económica puesta en marcha por su antecesor, el socialdemócrata Cardoso -privatizaciones, baja inflación, gasto público bajo control, autonomía del Banco Central, regulación de la banca y plenas garantías a las inversiones extranjeras-, y utilizarla para luchar contra la pobreza en un país en el que más del 25% de la población, o sea unos 50 millones de personas, vivían en la miseria.

Un país de moda

Ocho años después, a punto de agotar su segundo y último mandato presidencial, Lula, un sindicalista que en su toma de posesión proclamó que su único diploma era el de presidente de la República -es también premio Príncipe de Asturias de 2003-, deja un país de moda entre los analistas económicos: una estrella de las potencias emergentes, con ricos yacimientos petrolíferos, 20 millones de pobres menosÉ y mucho trabajo por hacer en una sociedad en la que el 5% más pobre de la población está entre los más pobres del mundo y el 5% más rico, entre los más ricos.

Primero, una de luces. The Economist santificó al país en su número del pasado 12 de noviembre, titulado en portada "Brasil despega", mientras diarios como El PaísLe Monde elegían a Lula "Personaje del año". El PIB brasileño es, según el balance de 2008 del Banco Mundial, el octavo del mundo, dos puestos por delante del español, y se profetiza que a mediados de la presente década será el quinto, por delante del británico y el francés.

En consecuencia, la sociedad empieza a ser más de clase media baja que de pobres. La Universidad de Sao Paulo es la mejor de América Latina y está entre las cien mejores del mundo, muy por delante de la Complutense de Madrid. Un astronauta brasileño subió a la Estación espacial internacional en 2006 y Brasil acogerá el Mundial de Fútbol en 2014 y las Olimpiadas en 2016. ¿Hay quién dé más luminaria?

La lista de logros es, en verdad, apabullante. Hasta el punto de borrar la sonrisa condescendiente de quienes en 2001 se extrañaron de que los economistas de Golden & Sachs pensaran en Brasil al formular su alineación de potencias emergentes, más conocidas como BRIC (Brasil, Rusia, India, China). Los escépticos argüían que el crecimiento brasileño era pequeño, la deuda exterior grande, la moneda presa fácil de las crisis financieras, el control de la inflación frágil y el desperdicio de las capacidades enorme.

Sin embargo, tras el saneamiento iniciado en la década de 1990 por Cardoso, el Brasil de Lula pudo liquidar su deuda con el FMI en 2005, crecer a tasas del 5% en 2007, crear 7,7 millones de empleos entre 2003 y 2008, soportar una inflación de país occidental desarrollado en 2008 (3,6%), lograr una afluencia continua de capitales extranjeros y mantener una balanza comercial excedentaria pese a la penalización de las exportaciones provocada por la continua revalorización de su divisa, el real, frente al dólar.

Además, Brasil ha superado con nota la prueba de la crisis económica, que le golpeó con dureza a finales de 2008. Cayó en recesión, sí, pero sólo dos trimestres. España va por el séptimo. En 2009 inició la recuperación, aunque su intensidad fue menor de la esperada y hubo que hablar de estancamiento. Pero en 2010, la máquina ha cogido presión y se estima que en los próximos meses se generará un millón de empleos porque el crecimiento volverá a rondar el 5%. Los responsables son, sobre todo, sectores como la construcción y el comercio, volcados hacia el consumo interno, que permite compensar el castigo de la crisis mundial a las exportaciones.

Mientras, las inversiones extranjeras siguen afluyendo a buen ritmo pese a que en octubre pasado se las penalizó con un impuesto que intenta frenar su principal daño colateral: la peligrosa revalorización del real. Con todo, los inversores siguen quejándose del gran tamaño del sector público y de la excesiva regulación de la economía.

Vayamos ahora con las sombras. Brasil, que ha iniciado, en asociación estratégica con Francia, un multimillonario programa de rearme, sigue siendo el país de los esclavos salvajemente explotados, de las favelas, de los altísimos niveles de delincuencia, de las desigualdades extremas entre un Sur avanzado y un Norte terriblemente atrasado, entre quienes tienen educación y quienes nunca han sido escolarizados, entre blancos y negros. En suma, entre ricos y pobres. Sus infraestructuras, su sanidad, su educación están muy por detrás de las de competidores como China o Corea y necesitan inversiones cuantiosas. La deforestación continúa imparable.

Enormes bolsas de miseria

Paradójicamente, estas sombras, que lastran con un peso inmenso la salida de un país del subdesarrollo, pueden resumirse en muchas menos palabras que las luces. La moral admite mejor la síntesis que los mecanismos económicos. Pero el lastre, contra lo que pueda pensarse, no es sólo moral. Es también económico. Un país con enormes bolsas de miseria es un país con déficit de formación de mano de obra y con un mercado interior débil. Y, por tanto, tiene menos capacidad de innovar y está más expuesto a los vaivenes de sus exportaciones, con lo que sus defensas ante las fluctuaciones de la coyuntura internacional son bajas. La intención de Lula, por moral y por economía, era combatir esa miseria.

¿Lo ha logrado? Las estadísticas dicen que el antiguo tornero, que en octubre cumplirá 65 años y tiene un 80% de respaldo en las encuestas, deja un país con 20 millones menos de miserables, lo que equivale a un 10% de la población, y con 15 millones más de personas que mantienen relaciones con los bancos. Un tipo de relación, por cierto, que sigue vedada a más del 60% de los brasileños. Su principal instrumento, además de la liberación de miles de esclavos, ha sido el programa Beca Familia, que concede una pequeña ayuda mensual, asistencia sanitaria y educación a trece millones de familias. Los analistas lo califican como el mayor programa de transferencia de renta del planeta.

Ésta es, a grandes rasgos, la herencia que se encontrará el ganador de las presidenciales brasileñas del próximo octubre. Dos son los grandes candidatos: la actual ministra de Presidencia y protegida de Lula, Dilma Rousseff, una antigua guerrillera y presa torturada por la dictadura, y el socialdemócrata José Serra, gobernador del Estado de Sao Paulo, ex parlamentario y ex ministro, derrotado por Lula en las urnas en 2002.

Rousseff, con la que Lula juega la baza del género, es bastante desconocida por la población y va rezagada en las encuestas. Una alternancia es, pues, posible, aunque los ocho meses que restan hasta las elecciones la presentarán muchas veces del brazo de Lula y le harán recortar una distancia que ahora es de unos diez puntos. Los analistas inciden en que Rousseff, una gestora rígida está a la izquierda de Lula y pretende aumentar el papel del Estado en sectores como la banca, el petróleo, el gas y la electricidad.

Serra, también reputado gestor, tiene aureola de ser un férreo controlador del gasto público. Habrá que esperar a conocer quiénes son sus asesores económicos para ventear rumbos. En cualquier caso, una y otro no podrán evitar seguir la senda que ha abierto Lula: ortodoxia económica y reforma social. Dos vectores que confluyen en la consolidación de Brasil como la primera potencia de América Latina y alimentan su ambición de ser la potencia regional hegemónica.