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Hay quien define a Argentina como el lugar destinado a ser el sueño de otros y la pesadilla propia. La frase que mejor resume el desconcierto es la del que lo tiene todo, abundancia de recursos naturales, y no logra nada. Catástrofe, tragedia, debacle, fracaso y fatalismo se han unido en la historia del país austral, que a principios del siglo pasado figuraba entre los diez más ricos del mundo y donde en la actualidad la tercera parte de los niños que nacen están condenados a crecer en la pobreza. Resulta difícil de comprender cómo partiendo de tanto se ha llegado a la nada. El economista Paul Samuelson dijo en una ocasión, hace ya algunas décadas, que los países podían ser clasificados en cinco categorías: "Los capitalistas, los socialistas y los del Tercer Mundo; pero además están Japón y la Argentina; no se entiende por qué a Japón le va bien y a la Argentina tan mal".

A principios del siglo XX, Argentina era el paradigma del boom. Los optimistas vaticinaban, desde la distancia, que sería la mayor potencia del mundo. Pero los que la visitaban y tomaban contacto con la realidad enseguida se daban cuenta de que el sueño no iba a ser posible, al menos en la medida que el optimismo le confería. Algunas impresiones resultan, todavía hoy, memorables. Clemenceau, el viejo zorro de la política francesa, explicó que si Argentina seguía existiendo era porque los gobernantes dejaban de robar mientras dormían. Y el genial cómico mexicano Cantinflas comentó, a su regreso de Buenos Aires, que venía de un país poblado por millones de habitantes que querían hundirlo y no lo conseguían.

Políticos "ruinosos"

Con honrosas excepciones, la clase política dirigente, desde la tiranía de Rosas hasta los Kirchner, último ejemplo de la idolatría redentora peronista, ha contribuido eficazmente a la ruina económica y moral. "Nos tienen de rodillas, pero no podemos caer más", dicen los porteños arrastrando su amargura. El siglo XX argentino está marcado por violentos volantazos de poder -sólo en el período que va de 1930 a 1976 se produjo un golpe de estado cada menos de cuatro años-, corrupción, saqueos, inmoralidad, envidia y engaños. Las instituciones se tambalean; nunca han sido demasiado sólidas, pero al mismo tiempo hay un pasatiempo nacional entre frívolo y macabro que consiste en desprestigiarlas aún más y en bailar sobre sus escombros.

Cuando se intentan explicar las razones del fracaso de Argentina, resulta inevitable remontarse en la historia. Lo primero que se observa son las vicisitudes de la democracia, permanentemente cuestionada por unas fuerzas armadas que se otorgaron el papel de "reserva moral de la Nación". Desde el primer golpe de estado contra el orden constitucional en 1930 hasta el presente, Argentina padeció seis intervenciones militares y únicamente 38 años de gobiernos democráticos.

Con anterioridad al período actual, que se inició con la restauración de 1983, el período más largo de gobierno legal fueron los nueve años de las dos primeras presidencias de Juan Domingo Perón (1946-55). Luego hubo un período de cuatro años (1958-62) hasta que Arturo Frondizi fue derrocado. Posiblemente Frondizi haya sido el único presidente de la nación con una idea, la de la industrialización, que no tuvo tiempo de llevar a cabo. A partir de entonces, sólo hubo dos gobiernos democráticos de tres años de duración cada uno (Arturo Illia, 1963-66, y Juan Perón e Isabel Perón, 1973-76), el primero de ellos caracterizado por el inmovilismo y el segundo por la corrupción y la violencia que dejaron paso a otro golpista, Videla.

Los peronistas "incorregibles"

Borges dijo de los peronistas que no eran buenos ni malos. "Simplemente son incorregibles", respondió al ser preguntado por ellos. Véase a los Kirchner, que han invocado cada dos por tres la soberanía nacional para perpetuarse en el poder. El peronismo es lo único que sobrevive en Argentina, pero sigue pendiente de definirse. Se acabó el movimiento donde todo encajaba, desde fascistas hasta revolucionarios de izquierdas. Y se acabó también el partido de Estado. Si en su primera presidencia, entre 1946 y 1952, Perón tuvo que preguntar a los trabajadores si "alguna vez habían visto un dólar" (porque un peso valía y estaba respaldado por reservas en oro, no por empréstitos externos), Menem, el gran embaucador, se sacó de la chistera el espejismo de que un peso valía un dólar, mientras las multinacionales y un sector de la burguesía se llevaban los dólares al exterior y los ciudadanos del país se quedaban con pesos devaluados, y enjaulados en el famoso corralito, otro de los inventos locales junto al tango, el bironé (bolígrafo), el dulce de leche, la picana eléctrica y San Maradona que estás en los cielos.

Dicen que el argentino vive más pendiente de lo que quiere ser que de lo que realmente es. En ello consiste seguramente su negación de la realidad. ¿Pero qué es un argentino? Ellos mismos se vuelven locos intentando responder a la pregunta en medio del cambalache nacional, que forma parte de su propio ridículo. Y ese miedo al ridículo o a ser subestimado por los demás abonará la cachada, según el periodista Jorge Lanata, autor del best seller "Argentinos. Quinientos años entre el cielo y el infierno". La cachadacazada es, como escribió Julio Mafud, admirado intérprete del ADN patrio, lo que mejor define la viveza criolla. Consiste en burlarse del prójimo sin que éste se dé cuenta. "Antes de que me jodan, los jodo yo". El vivo no pelea limpio, toma ventaja desde el inicio, recuerda Lanata.

Locura idólatra

Entre el temor a no poder ser lo que se pretende y la admiración por la viveza del que se cree que puede llegar a serlo surge, de acuerdo con los sociólogos estudiosos del fenómeno, la idolatría. Y con ella el endiosamiento de Evita, Perón, el Ché, la dinastía Kirchner o Maradona, que busca en una nueva resurrección como seleccionador nacional de fútbol ir más allá de la reencarnación de Dios, que primero invocó recurriendo a la mano (la mano de Dios) y, ahora, al brazo que estaría dispuesto dejarse cortar para volver a ocupar el cargo desde el que pedía que se la chupasen.

Argentina tendría que librarse de esa locura idólatra para despertar de la pesadilla y vivir su verdadero sueño de nación sin la tutela de los dioses incorregibles que tanto daño le producen.