El presidente de EE UU, Donald Trump, ha dado un giro militarista a su política exterior. Los rastros se pueden seguir en un arco que abarca desde Siria y Yemen hasta Afganistán y la península coreana. Uno de los últimos puntos del globo donde se ha intensificado la actividad militar estadounidense es Somalia, donde Washington ha desplegado en los últimos meses a unos 400 uniformados para participar en el entrenamiento y equipamiento de la misión de la Unión Africana en Somalia (Amisom) y del precario Ejército somalí en la lucha contra la organización yihadista Al Shabab. La presencia estadounidense ya comienza a notarse sobre el terreno. El pasado 21 de noviembre, un ataque aéreo se saldó con al menos 100 milicianos muertos. En los días precedentes, otros bombardeos estadounidenses neutralizaron a decenas de combatientes de este grupo.

El 30 de marzo pasado Trump aprobó expandir el rol militar de EE UU en Somalia, lo cual incluyó dar mayor autonomía de acción al Pentágono para llevar a cabo «ataques aéreos más agresivos» contra Al Shabab y considerar amplias partes del país como «zona de guerra». Washington ha enviado desde entonces decenas de soldados en lo que ya es el mayor despliegue de EE UU en el Cuerno de África en 24 años. A principios de mayo, de hecho, sufrió su primera baja mortal en territorio somalí desde 1993, en una operación antiterrorista en la que murió un comando de élite de los «Navy SEAL».

La presencia estadounidense en este país no es nueva. Ya durante la última legislatura de Barack Obama aumentaron los ataques con drones y creció el papel de las fuerzas especiales para ayudar a las tropas de la Unión Africana y a los militares somalíes, pero ahora, las tropas norteamericanas están teniendo un mayor protagonismo. El pasado 30 de julio, por ejemplo, tropas de EE UU participaron en una operación que acabó con la vida de Ali Mohamed Hussein, conocido también como Ali Jabal, uno de los miembros más destacados de Al Shabab.

Amarga derrota

Sin embargo, durante años, Somalia fue un tema secundario en los pasillos de la Casa Blanca y del Congreso. Ese «olvido» consciente se debió a la llamada «batalla de Mogadiscio». Entre diciembre de 1992 y enero de 1993 una fuerza estadounidense desembarcó en las playas de esta ciudad con la misión de garantizar el reparto de ayuda humanitaria para la hambrienta población somalí.

Aquella misión, bautizada por la ONU como «Restablecer la esperanza», pretendía poner algo de orden en el caos impuesto por los señores de la guerra tras la caída del dictador Siad Barre en 1991. El más poderoso de ellos, Mohamed Farah Aidid ,provocó el escarnio internacional al ordenar a sus hombres disparar contra cientos de personas hambrientas en los centros de reparto de comida de la ONU.

El entonces presidente de EE UU, Bill Clinton, se propuso detenerle, para lo cual las fuerzas especiales «Delta» debían entrar en el bastión de Aidid en Mogadiscio -«MogaDisney», como lo llamaban los confiados soldados estadounidenses-: el mercado de Bakara, donde centenares de milicianos armados hasta los dientes custodiaban a su líder.

En esa operación, el 3 de octubre de 1993, EE UU sufrió su mayor derrota desde Vietnam, cuando tras ser derribados dos helicópteros Black Hawk, 19 soldados estadounidenses murieron, 71 fueron heridos y uno capturado en una larga y confusa batalla callejera que dejó cientos de víctimas somalíes.

Y peor aún para el orgullo del país de las barras y estrellas, las imágenes de los cadáveres de los pilotos del segundo helicóptero siendo arrastrados y mutilados por la turba dieron la vuelta al mundo. La batalla dio lugar a una novela y años después Ridley Scott la llevó al cine bajo el título de Black Hawk derribado.

Objetivo: Al Shabab

Aquella derrota acabó provocando la retirada estadounidense de Somalia. Pero ahora, 24 años después, la situación ha cambiado. Así lo confirmó el pasado 15 de abril el portavoz del comando para África del Ejército estadounidense, Pat Barnes, señalando que los soldados enviados al empobrecido país africano «llevarán a cabo actos de cooperación en materia de seguridad y de asistencia a las fuerzas de seguridad en Somalia para ayudar» a sus aliados.

En esta ocasión el enemigo declarado no es un «señor de la guerra», sino todo un movimiento, Al Shabab, que domina amplias partes del país gracias a miles de combatientes que, además, han jurado fidelidad a la red Al Qaeda.

Esta organización extremista surgió como el ala radical del extinto Consejo de Tribunales Islámicos de Somalia, que, aprovechándose del desgobierno en el país llegó a controlar Mogadiscio en el año 2006. Entonces, EE UU, tras años lejos del escenario somalí y en plena «Guerra contra el Terror» auspiciada por el expresidente George W. Bush hijo, dio cobertura a una intervención militar etíope para expulsar a los radicales de las calles de la capital somalí.

Sin embargo, las brutales tácticas de guerra urbana de las tropas etíopes acabaron creando el caldo de cultivo para el nacimiento de un nuevo grupo surgido de las cenizas del Consejo de Tribunales Islámicos. Se hicieron llamar Al Shabab -«la juventud» en árabe-.

Las acciones de esta guerrilla yihadista no se han limitado a territorio somalí. Desde sus bases en este país, Al Shabab ha llevado a cabo cruentos ataques contra intereses turísticos en Kenia en los últimos años. En 2013 asaltó el centro comercial Westgate en Nairobi, con un saldo de 72 muertos, aunque fue peor el ataque contra la Universidad de Garissa, en abril de 2015, que dejó 152 estudiantes muertos.

Además, una facción minoritaria se escindió del grupo principal en 2015 y se unió al Estado Islámico (EI), despertando las preocupaciones de los estrategas del Pentágono, centrados en aquel entonces en neutralizar a este grupo en Oriente Próximo.

Oleada de atentados

Desde 2009, tras la retirada de las tropas etíopes, fuerzas de la Unión Africana se encuentran en Somalia en ayuda del Gobierno. Su mandato expira en 2020, cuando finalizará su retirada, que se iniciará en 2018. El temor de Washington, sin embargo, es que las fuerzas somalíes no sean capaces por sí mismas de detener a los extremistas.

Desde que a principios de abril el presidente somalí dio un ultimátum a Al Shabab para rendirse en 60 días, Mogadiscio ha sufrido una auténtica oleada de atentados. Uno de los más graves fue el 9 de abril, cuando los extremistas trataron de matar al nuevo jefe del Ejército y causaron 15 muertos en el intento. Al día siguiente el objetivo fue una base militar, entonces fueron cinco los fallecidos. El pasado 31 de julio, al menos 39 soldados de la Unión Africana murieron en una emboscada de los yihadistas. Pero sin duda fue el 14 de octubre cuando Al Shabab sembró de muerte Mogadiscio al detonar dos camiones bomba. Murieron 512 personas.

El jefe del comando de África de EE UU, comandante general Thomas Waldhausen, dijo en marzo que si la retirada de las tropas africanas se hacía a pesar de que Somalia no tuviera a sus fuerzas preparadas, «se corre el riesgo de que grandes partes del país retornen al control de Al Shabab», y aún más, «permitiría a los adeptos al EI ganar terreno» y conseguir un baluarte en este país.

La Administración Trump, que tiene como una de sus prioridades la derrota del EI y Al Qaeda, no parece estar por la labor de dejar nacer un santuario yihadista en el Cuerno de África, ahora que el Estado Islámico ha visto cómo su autoproclamado califato se ha desvanecido en Siria e Irak tras las derrotas de Mosul, Raqa y Deir ez Zor. Aunque ello signifique volver a Mogadiscio, que hace tiempo que dejó de ser «MogaDisney».