Joan Alcàzar escribió hace algunos años un libro titulado Chile en la pantalla que repasaba las distintas visiones de la dictadura chilena que se habían mostrado tanto en el cine como en la televisión desde el golpe del 73 hasta el apartamiento del poder de Pinochet y el referéndum que hizo presidente a Ricardo Lagos. Parece ser que entonces Chile era noticiable y un modelo de lo que parecía que podía pasar en las distintas transiciones políticas en América Latina desde la dictadura a la democracia. Desgraciadamente, en la última semana, Chile ha dejado de llamar la atención de los medios de comunicación europeos a pesar de ser motivo de noticia. La crisis en Cataluña, junto a la exhumación del dictador Francisco Franco, explica, en parte, el desinterés de los medios en España. Esa desatención no invalida la importancia de Chile en el Cono Sur como referente en cuanto a libertades democráticas de otro tiempo.

El pasado martes el sector estudiantil se rebelaba ante una subida del billete de metro de treinta pesos, animando a la población a pasar las barreras del subterráneo sin hacer frente al pago exigido, no hacía presagiar la crisis posterior. Veinticuatro horas después los estudiantes persistían en su actitud de protesta ante una injusta medida que suponía un gravamen bestial en un país en que el 50% de sus habitantes cobran un sueldo de alrededor de 562 dólares. La impericia del gobierno de Sebastián Piñera le condujo a mantener como única respuesta la aparición de los carabineros en las bocas del metro, unos carabineros que han pasado de ser la policía más respetada de América Latina a convertirse en una institución cuestionada y envuelta en casos de corrupción similares a los que protagoniza el presidente de la nación.

La noche del viernes 18 de octubre convirtió a Santiago en una ciudad sin ley: de las pacíficas caceroladas se pasó a contemplar supermercados incendiados que se llevaron la vida de cinco personas, más de veinte estaciones de metro incendiadas y cuarenta y una dañadas, saqueos en comercios, quema de vehículos, un aeropuerto paralizado. Todo muestra del hartazgo de una sociedad que ya no aguanta más despotismo por parte de sus gobernantes y que pone de manifiesto la desafección entre chilenos. El momento álgido llegó antes de la media noche del viernes con el incendio de un edificio de veinte plantas perteneciente a la compañía eléctrica ENEL acusada también de subir sus tarifas y privatizada en 2015. La violencia desatada en las calles hacía recordar la noche de la furia del mayo del 68 o la Italia de los años setenta, pero lo cierto es que el caos reinante hizo que el presidente Piñera decretase el estado de emergencia en la ciudad de Santiago para luego extenderlo a todo el país, puesto que los disturbios se extendían a Valparaíso, Concepción, Puerto Montt, Punta Arenas o Valdivia. Esa dramática situación se aunó a la presencia de las fuerzas armadas en las calles para intentar restaurar el orden. Pero las medidas de excepción provocaron que la población desoyese en muchos casos el toque de queda desde las diez de la noche y que la transgresión condujera a enfrentamientos con vehículos militares. Volvieron a las calles de Santiago, de Valdivia, de Valparaíso escenas que recordaban ciertamente los años más dramáticos de la dictadura de Pinochet mediante los uniformes de un ejército que poco tiene que ver con el de aquellos años. La violencia y la rabia desatada por la población fueron extremas. Desde la pantalla de un televisor en Valdivia asistí a la repetición impúdica de estas imágenes. Luego vinieron las manifestaciones populares en la plaza de armas, las caceroladas, pero también la rotura de cristales en la fachada de la municipalidad, en las puertas del Banco de Chile, del Scotland Bank, del Santander, lugares apedreados por el desenfreno del vandalismo nocturno.

Las palabras de serenidad del general Iturriaga contradiciendo al presidente Piñera y señalando que «yo no estoy en guerra con nadie» reflejaban un intento de contención, a pesar de los desmanes ejercidos por algunos miembros del ejército y el cuerpo de carabineros. Las noches siguientes repitieron en menor medida el ritual de una protesta llena de rabia que era reflejo del descontento popular en un país en donde la brecha social y económica se agranda por décadas a pesar de su apariencia de bonanza. 19 muertos, más de 2000 detenciones y el uso de la fuerza imponiéndose ante la huelga general. La crisis de estos últimos días ha puesto de manifiesto la soberbia de un gobierno y de su presidente que sólo ha cedido cuando se ha visto acorralado ante la protesta ciudadana y la crítica exterior, y que se ha visto obligado a retirar el decreto de subida del precio del billete del metro y añadir algunas medidas de tipo populista. Pero ha habido más: los desmanes de esas noches reflejan el descontento de una mayoría alejada del bienestar social, una mayoría que ve sus pensiones en peligro real, la dificultad de acceso a la educación y a la sanidad en un país en donde todo queda privatizado. Y sobre todo ese descontento realza una brecha entre un Chile rico y un Chile pobre: un 1% de la población que controla el 26,5% de la riqueza del país, mientras que el 50% se queda con el 2,1%. Con esas cifras difícilmente una sociedad se puede sostener como un estado presidido por la paz social y la convivencia.

Santiago se ha asemejado la última semana al escenario de la película de Todd Phillips Joker (2019), en donde los desmanes, la rabia y la violencia reinan por doquier al final del film. Una ciudad tranquila como Valdivia vio la quietud de su sueño interrumpida por los disparos del ejército mientras algunos estudiantes se escondían en los jardines del campus universitario. Muy de cerca de la lectura de lo sucedido en Cataluña veo bombas lacrimógenas y cristales rotos, ruptura de la convivencia y un espíritu violento que parece ser el signo distintivo de la protesta que viene frente a gobiernos despóticos que no oyen o no saben escuchar. Kracauer señalaba que el cine recogía las preocupaciones que palpitaban en la sociedad. Chile y el Joker parecen augurar estos hechos que marcarán el recorrido de la reivindicación futura.