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La Unión de Repúblicas que se fragmentó en dispares caminos

Casi 30 años después de su disolución, los territorios exsoviéticos viven entre la democracia y el autoritarismo

La Unión de Repúblicas que se fragmentó en dispares caminos

El 3 de marzo de 1991, una luz con vistas a la esperanza se encendía en el corazón báltico. Letonia y Estonia preguntaban a sus poblaciones en sendos referendos -tiempo antes ya lo había hecho la vecina Lituania- si su futuro pasaba por la independencia de una URSS que languidecía. La respuesta a ambos plebiscitos fue casi unánime. Tres de cada cuatro votos secundaron la propuesta. Era, en palabras del presidente estonio del momento, Arnold Ruutel, «una respuesta a Moscú y un mensaje al mundo entero». En el trasfondo soviético, aquellas voluntades -aceptadas finalmente por Mijaíl Gorbachov en septiembre- fueron un momento sintomático, ejemplificativo hacia la disolución de la Unión de Repúblicas. El camino se había trazado.

Porque aquel vasto país que se extendía desde el Báltico y el Mar Negro hasta el Pacífico, casi treinta años después de su disolución, deja tras de sí -oficialmente- hasta quince repúblicas cuyas realidades distan de ser homogéneas. Sobresalen las propias Estonia, Letonia y Lituania, que han alcanzado -tras un complejo proceso de reformas a nivel económico y social- una democracia consolidada que, como explica María José Pérez del Pozo, profesora de Política Exterior de Rusia en la Universidad Complutense, cuenta con «el respaldo económico de la Unión Europea y el apoyo militar de la OTAN». Sus avances, desde una mayor competitividad empresarial a la mejora educativa, les han permitido dar un sólido paso socioeconómico que todavía hoy se resiste en buena parte del resto del territorio exsoviético. Y aún con estas mejoras, su futuro no deja de estar marcado por los retos, como el que afecta profundamente a su demografía.

Para Javier Espadas, analista político de Urus Advisory, la posibilidad de poder moverse libremente dentro del espacio europeo ha provocado que estos jóvenes -especialmente los letones y lituanos- emigren «en grandes números a países como Alemania o Francia en busca de oportunidades laborales más atractivas», una situación que está poniendo en riesgo sus perspectivas. Según estimaciones de Naciones Unidas, para 2050 tanto Letonia como Lituania habrán perdido un 15 % de su población, una situación ante la que Espadas apunta dos puntos fundamentales en los que se debe actuar: el aumento de incentivos para conservar a los jóvenes y la atracción de inmigración.

En este sentido es donde ha venido trabajando Estonia, que se ha convertido en destino para grandes compañías tecnológicas las cuales, no obstante, han acabado contratando solo a una pequeña parte de los trabajadores locales -con muchos de ellos en la práctica, según explica el analista, como falsos autónomos- lo que no ha permitido solventar el problema de fondo.

Pero las repúblicas bálticas no son los únicos espacios de la antigua URSS marcados geográficamente por su proximidad a Europa. Esto sucede también con Moldavia, el país más pobre del Viejo Continente, donde persiste con relevancia la dicotomía sobre si acercarse más a Europa occidental o a Rusia. En un contexto de inestabilidad política -al que se suma una maltrecha economía, con gran dependencia de las remesas, y una corrupción que se ha reflejado en parte del camino desde su independencia- la llegada de la europeísta Maia Sandu a la presidencia en noviembre parecía marcar un giro geopolítico hacia Bruselas, algo que el paso de los meses ha puesto en cuestión. Como señala Espadas, el Parlamento -controlado por la oposición prorrusa- «ya ha quitado a Sandu algunos de sus poderes», un proceso que ante la falta de apoyos podría generar que «la política exterior del país -que mira hacia Rusia- no cambie».

Además, en el trasfondo moldavo sigue muy presente la situación en Transnistria, territorio soberanista tras la guerra acabada en 1992 pero no reconocido por la comunidad internacional. Esta lo considera parte aún de Moldavia pese a autogestionarse y tener una relación estrecha con Moscú, que mantiene su presencia militar en la zona. «Rusia es juez y parte a la vez» por lo que cualquier solución en Transnistria, destaca Pérez del Pozo, «pasa por satisfacer los intereses de Moscú». «Y no parece que esto se vaya a producir a corto plazo». Porque como en muchos otros enclaves, el papel ruso en las repúblicas que un día fueron zona soviética está lejos de desaparecer.

Para la profesora de la Universidad Complutense, estos territorios son para Moscú «su área prioritaria de interés» con el fin de salvaguardar una alta presencia en la región, «a la vez que crea y mantiene una serie de regímenes clientelares, tanto en lo político como en lo económico». Y la situación actual de Bielorrusia es la mejor prueba.

Según Espadas, en un contexto de grave crisis económica y fuga de empresas acrecentado por la pandemia como el que se vive en la república que dirige Aleksander Lukashenko, Minsk está «dependiendo totalmente» de las líneas de crédito rusas. Esto coloca a Putin, añade el experto, en una posición no solo de lealtad absoluta desde Bielorrusia, sino también ante la posibilidad de poder aumentar su presencia militar en la zona. A ello, además, se suma la turbulencia política, donde Lukashenko ha logrado -en buena parte tras el encarcelamiento o el exilio de los líderes opositores- reducir el impacto de las protestas sociales y estabilizar -pese a las sanciones europeas y a que las declaraciones en su contra no han cesado- un clima ampliamente tensionado.

El caso ucraniano

Situación muy diferente a la de Minsk, pero trascendental también en la geoestrategia rusa de la última década, ha sido la guerra con Ucrania. Desde 2014, el conflicto en el Donbás ha provocado que cientos de miles de personas hayan huido de sus casas, dejando tras de sí un contexto de inestabilidad y tensiones entre ambos países. Arsenio Cuenca, colaborador de ‘El orden mundial’, señala que la llegada de Volodímir Zelenski a la presidencia ucraniana en 2019 parecía que llevaría al país «hacia una rendición unilateral». Sin embargo, el recrudecimiento de la postura del presidente ruso, Vladímir Putin, sobre todo después de la entrega de falsos prisioneros en los intercambios organizados, «no ha dado pie a que el presidente ucraniano claudique», lo que impedirá al menos en el corto plazo una solución a una situación que sigue dañando -e incluso repuntando- en Ucrania. Y, pese a su crudeza, no es su único horizonte abierto.

Porque ante sí el país mantiene profundos desafíos a los que hacer frente y, según Cuenca, Zelenski durante su mandato no ha demostrado aún «voluntad» de «hacer cambios profundos en el tejido económico ucraniano o en combatir la corrupción». Incluso tomó este febrero decisiones preocupantes, como el cierre de varias cadenas de televisión que eran críticas con su Gobierno, un paso atrás sin duda en la consolidación democrática.

El autoritarismo en Asia Central

No obstante, esta mayor restricción de libertades desde Kiev no resulta la más flagrante de los territorios que un día fueron soviéticos, especialmente si los ojos se posan en Asia Central. Si algo entrelaza la realidad de las cinco repúblicas que se independizaron en 1991 en esta región -Kazajistán, Tayikistán, Turkmenistán, Kirguistán y Uzbekistán- es la pervivencia de regímenes de corte autoritario, que pese a ciertas características diferenciadoras entre ellos siguen en mayor o menor medida representados no solo

-como puntualiza María José Pérez del Pozo- por un liderazgo gubernamental «basado en cierto sentido patrimonialista del Estado y de sus instituciones políticas y económicas», sino también por una considerable carencia de independencia judicial y comunicativa, una corrupción galopante o una oposición política real muy limitada o inexistente.

Todos estos rasgos se vislumbran con claridad en Turkmenistán, donde un excéntrico dentista convertido en mandatario -Gurbanguly Berdimuhamedow- ha establecido el rumbo del país mediante un culto narcisista desaforado, en medio de un hermetismo a todos los niveles comparable al que se vive en Corea del Norte. O se ven en Tayikistán, donde su líder Emomali Rahmon -en la presidencia desde 1994- se ha beneficiado personalmente de los limitados bienes públicos con los que cuenta el país.

Mientras, en Kazajistán las pequeñas reformas llevadas a cabo desde 2019 por Kassym-Jomart Tokayev parecen lejos de ser suficientes. En Kirguistán, la aprobación de una nueva Constitución ha supuesto un paso atrás significativo en el camino democrático. Y en Uzbekistán, tras un periodo de transformaciones superficiales, será necesario, como destaca Javier Espadas, un cambio importante que pase de las promesas a los hechos si el deseo es alcanzar una democracia plena en el medio plazo. El de Taskent, a fin de cuentas, es el gran desafío que todavía en la actualidad sigue pendiente en gran parte de las repúblicas herederas de la Unión Soviética. Treinta años no han sido suficientes para lograrlo.

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