Oriente Medio

La vida en la oscuridad del Líbano

En un país con menos de dos horas de electricidad pública al día, la ciudadanía busca alternativas para desarrollar sus días en dignidad

Uno de los edificios destruidos por la explosión de agosto de 2020.

Uno de los edificios destruidos por la explosión de agosto de 2020. / Andrea López-Tomás

Andrea López-Tomàs

Cuando, de repente, en un bar se va la luz, nadie deja de hablar. Todo sigue como si la electricidad continuara funcionando. Ni se inmutan. No se detienen las conversaciones. “Bienvenidos al Líbano”, dicen con sorna los locales a los turistas alarmados por la negrura que invade de pronto el lugar. En el local contiguo, tampoco hay electricidad pero eso no impide la sucesión de brindis, carcajadas y confesiones a lo largo de esta bulliciosa calle de Beirut, donde ahogar las penas en alcohol. Y es que los libaneses son un pueblo acostumbrado a la oscuridad. No les queda otro remedio. En un país con menos de dos horas de electricidad proporcionada por el gobierno al día, más de cuatro millones de personas tratan de vivir en dignidad.

Umm Rafi recuerda sus largas jornadas como costurera. En su casa de altos techos e impolutos suelos en el barrio beirutí de Mar Mikhael, despliega todo un muestrario de creaciones. Muchos de sus más elaborados bordados los ha hecho a mano. Su barrio, muy cercano al puerto, fue uno de los más afectados por la explosión del 4 de agosto del 2020 que mató a al menos 215 personas. Umm Rafi conservó la vida –“pero, ¿de qué manera?”, se pregunta–, aunque perdió, entre muchas otras cosas, su herramienta de trabajo: su máquina de coser. “Tengo muchas ganas de trabajar, sólo necesito la máquina, pero ni mis hijos pueden comprarme una nueva ni ninguna oenegé me la puede proveer”, afirma.

Umm Rafi, libanesa armenia de 77 años, espera a que el agua se caliente para poder darse una ducha.

Umm Rafi, libanesa armenia de 77 años, espera a que el agua se caliente para poder darse una ducha. / Andrea López-Tomás

Por eso, esta libanesa armenia de 77 años pasa sus días cocinando, limpiando y rezando. Sin electricidad en casa, no hay mucho más que pueda hacer. “A veces, el gobierno nos provee de una hora o media hora de luz al día, aunque hace un par de semanas que no llega nada”, denuncia. Cuando, sin anunciarlo, empiezan a sonar los pitidos de encendido de los electrodomésticos, Umm Rafi corre. Aunque sea de madrugada, aprovecha para poner un programa rápido de la lavadora o para encender el calefactor un rato. No sabe cuando volverán a apagarse las luces. 

Generadores privados

Aquellos libaneses que se lo pueden permitir usan un generador privado que funciona con petróleo. La debacle económica ha lanzado a tres de cada cuatro ciudadanos del Líbano bajo el umbral de la pobreza, así que cada vez son menos los privilegiados. Desde el final de la guerra civil (1975-1990), la población ha tenido que malvivir con un sistema eléctrico público débil. La situación empeoró tras el conflicto israelí-libanés del 2006 cuando la pobre infraestructura de Électricité du Liban y el gran volumen de deuda les obligó a implementar un corte diario de tres horas. 

El icónico restaurante Mezyan en el histórico barrio beirutí de Hamra.

El icónico restaurante Mezyan en el histórico barrio beirutí de Hamra. / Andrea López-Tomás

Muchas personas sobrevivían sin generador, aunque esos 180 minutos diarios eran un recordatorio de la mala gestión y la corrupción endémica a su clase política. Ahora, el colapso del sistema financiero y la ingobernabilidad obligan a los libaneses a valerse por sí mismos en materia eléctrica. Pero tener generador no implica electricidad las 24 horas, y es que el Líbano sufre períodos constantes de escasez de combustible. Por eso, la siempre resolutiva sociedad libanesa se ve forzada a encontrar alternativas.

Facturas de 2.000 dólares

“Recientemente instalamos paneles solares para reducir el costo de nuestro generador”, explica Jad Hamdan, el gerente de operaciones del icónico restaurante Mezyan en el vibrante barrio de Hamra al pie del Mediterráneo. Locales como este se ven forzados a invertir gran parte de sus ingresos en asegurar que la corriente fluya para mantener sus productos frescos y, por lo tanto, su reputación intacta. Otros tantos han tenido que cerrar. “Muchos restaurantes están sufriendo debido a la electricidad: algunos solo tienen energía durante 10 horas al día, por lo que piden sus productos a diario para evitar daños”, reconoce Hamdan para El Periódico, del grupo Prensa Ibérica.

Umm Rafi, libanesa armenia de 77 años, llena de agua una olla para calentarla y poder ducharse.

Umm Rafi, libanesa armenia de 77 años, llena de agua una olla para calentarla y poder ducharse. / Andrea López-Tomás

Hasta ahora, la factura eléctrica del generador privado del Mezyan ascendía hasta los 2.000 o 2.500 dólares para financiar el combustible que lo hace funcionar. “Esperamos que la energía solar nos ayude a reducirlo a la mitad o incluso menos”, explica esperanzado este padre de familia. En muchos hogares, también se han visto en la necesidad de instalar paneles solares para aprovechar los 300 días de sol al año del Líbano. Aún así, su instalación es un lujo para unos pocos, ya que la factura asciende a un puñado de miles de dólares en un país cuya moneda ha perdido el 95% de su valor. 

Neveras como armarios

En la mayoría de casas, en realidad, las neveras son usadas como armarios. Los calentadores están llenos de polvo, y la puesta de sol obliga a muchos a poner fin a su día. Mientras calienta agua en una olla para darse una ducha, Umm Rafi acaricia su cadera. Aún siente en ella el impacto de la explosión de hace más de dos años. Está recuperada pero tiene el movimiento limitado y le impide salir de casa. “Tengo miedo de que me falle al andar y caer con el agua hirviendo”, confiesa. “También me da pavor tropezarme por la noche de camino al baño y que nadie se dé cuenta”, reconoce. 

Umm Rafi, libanesa armenia de 77 años, posa junto a su nevera que usa como alacena por la falta de electricidad.

Umm Rafi, libanesa armenia de 77 años, posa junto a su nevera que usa como alacena por la falta de electricidad. / Andrea López-Tomás

La oscuridad ya tiñe todo el paisaje del Líbano. Calles que antes desbordaban fiesta y luminosidad, ahora languidecen en las tinieblas. Pasear por icónicas avenidas de la capital de noche provoca pavor e inseguridad a medida que la criminalidad aumenta protegida por la negrura. En los espacios público y privado, los libaneses tratan de vivir sus vidas aferrados a la resiliencia que les caracteriza. Pero están hartos. “Sólo cuando me muera podré descansar”, lamenta Umm Rafi.

Suscríbete para seguir leyendo