Huyendo de mis desaprensivos y ruidosos vecinos, me encontraba una tarde en los jardines del antiguo cauce del río Túria. Del conocimiento de cualquiera resulta la finalidad de este enorme y bonito lugar ajardinado como «zona pública de recreo».

Habiendo nacido en la ciudad de Valencia y mamado su idiosincrasia, nada extraño me resulta el ver y sufrir a miles de ciclistas circulando por todas direcciones sin orden alguno o a alta velocidad. Me incomoda cuando alguno me increpa pidiendo paso. Y no me sorprende ver a miles de canes de todos tamaños y razas, sueltos defecando y meando donde les viene en gana; otros pelándose entre ellos o formando en el lugar pequeñas colonias. Tampoco me sorprende la parsimonia de los propietarios de los canes observando con regocijo sus actitudes.

Pero hay algo que no entiendo y que me incita a meditar cuando una pareja de turistas alemanes entabla conversación con un servidor: «Esos lujosos y metálicos carteles» existentes en todos los accesos al cauce donde claramente indican el uso de las bicicletas y el de los perros y a los que ni por mínimo se atiende ¿Para qué están, para qué sirven? Señora alcaldesa, por razones de ética y estética, ¡quítelos!. Enrique