Nuevas galaxias digitales de poder
Una de las entradas más minuciosas de la Wikipedia es la de La Guerra de las Galaxias. Su epígrafe puede leerse en latín, esperanto o winaray. ¿Sabían que La Estrella de la Muerte es muy parecida a Mimas, una de las lunas de Saturno, pero que no había sido descubierta cuando se grabó la película? En fin. Esta enciclopedia gratuita puede consultarse a través de internet y está controlada por una comunidad de decenas de miles de voluntarios que la elaboran, corrigen y supervisan, pero que no acreditan ser eruditos en la materia „aunque puede que lo sean„, lo que le ha granjeado numerosas críticas. No más que las recibidas por la Enciclopedia Británica cuando en su tercera edición (1788-1797) rechazaba la teoría de Newton sobre la gravedad de 1685. El tiempo todo lo cura y la Wikipedia cumplirá sólo 13 años el próximo enero. Se preguntaba Pisani hace un lustro si internet reflejaría la sabiduría de la muchedumbre o la inteligencia colectiva. El fundador de Wikipedia, Jimmy Wales, defiende que su pequeño adolescente termina reflejando „a la fuerza„ la versión con la que está de acuerdo la mayoría, que se impone a cualquier minoría que quiera modificar un artículo de la enciclopedia. La mayoría de los «voluntarios» de la Wikipedia son progresistas, hijos de la moral definida por Himanen en La ética del hacker, que reniega del capitalismo weberiano y desconfía de los polos de poder. Son una minoría mayoritaria, activa ideológicamente, que controla uno de los puntos gravitacionales de la red.
Pero la Wikipedia es sólo un astro en el firmamento. Brillante, potente y abrasador, en un universo, internet, en el que su infinitud da cabida a todos los polos sociales conocidos. Millones de estrellas que ejercen su fuerza de atracción sobre millones de planetas que giran alrededor de su órbita. Son partidos políticos, instituciones, líderes de opinión, cabeceras de periódicos, grupos mediáticos... algunas tan calientes que es imposible vivir cerca de ellas sin abrasarse. Otras, con tanta masa, que atraen hacia ellas todo lo que se acerca. Nuevos mundos, con nuevas reglas y relaciones de poder que hacen temblar los conceptos clásicos de las divisiones sociales (democracia, anarquismo, fascismo, liberalismo...). Que nadie se extrañe si en breve, si no ya, tenemos que inventar nuevos términos para esas zonas oscuras de la galaxia donde una gran masa social interactúa a diario.
En el mundo real, uno elige pocas cosas. Pareja, amigos y vecindario. Y no siempre. La familia viene de fábrica y a los amigos muchas veces hay que aguantarlos. Los vecinos se mudan y los comercios cierran. En el virtual, sin embargo, uno puede elegir la charca del planeta en el que quiere habitar. ¡Qué cómodo es vivir rodeado de semejantes! En una constelación de iguales que retroalimenta tus convicciones, reafirmándolas sin dar cabida a la duda. Puedes elegir a quién «sigues», para después dejar de hacerlo si sus opiniones chocan con las tuyas, radicalizando tu discurso a medida que se te olvida que existen otros. Da igual que creas en los extraterrestres, la comuna de París como modelo de organización social o en el objetivismo económico como Alan Greenspan. Hay un planeta para ti esperándote; barra libre al sectarismo. Por supuesto, la opción de la pluralidad y el conocimiento global al alcance de todos está ahí, pero no nos engañemos, ¿quién entra en un bar en el que no le gusta la música pudiendo ir a otro? Lamentablemente los discursos se vuelven entonces radicales. Y qué pobres. El público se fragmenta en grupos más y más cohesionados ideológicamente que consumen aquellos contenidos que les reafirman lo que ya pensaban. «¡Esto ya lo decía yo!», se les escucha exclamar de tanto en tanto.
La ventana al mundo que hasta ahora abrían los periódicos, radios y televisiones a los ciudadanos mostraba un paisaje global, sesgado en ocasiones ideológicamente, pero plural en sus contenidos. Google, sin embargo, ofrece la peligrosa posibilidad de ir directamente al planeta más recóndito del universo y quedarse allí a vivir para siempre. Es lo que les sucede a ilustres como Sorma o Carr, que se empeñan en mirar a través de sus anteojos un universo que ni el Hubble captaría en su inmensidad.
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