Todo sucede de forma trepidante, en continuo movimiento, en constante cambio. Un viaje de tren, un café improvisado, un accidente de tráfico, un grito. Hemos llegado pues, a un punto en el que el silencio se vende muy caro, por nuestra inevitable inercia a abrir la boca, sin importar la finalidad. Hemos sido absorbidos por el sistema, a causa de su poder de arrastre. Como manzana envenenada, nos ha llevado a su terreno, el consumo. Tiene una inmensa fuerza de seducción.

Impresiona, salir a la calle y pararte unos minutos a observar el bullicio e incertidumbre que pilota nuestra vida. Solo ves que gente cara a la pantallita y pisadas, más pisadas a gran escala. Cómo, simplemente complejos, aguantamos un nivel de movilidad estratosférico, de idas y venidas, citas y caos. A la larga, este ritmo va a ser suicida.

Cada uno de nuestros actos, está calculado con escuadra y cartabón, mirado bajo lupa y con el cronómetro en la mano. Perfeccionistas maniáticos, somos como ovejas que siguen al rebaño. Tendemos a la perfección, a realizar lo imposible, la hazaña nunca vista. Exprimimos el día como si se tratase de una jugosa naranja. Creamos nuestra propia atmósfera, gobernada por el ruido y con el objetivo de hacer lo que nos plazca, libertad entendida como hemos querido.

Odiamos la soledad, creemos que es lo que nos lleva a un estado permanente de tristeza, y no es así, en ella, se encuentra uno a sí mismo, además de ser un momento de profunda reflexión. Soledad precedida del citado anteriormente, silencio, prohibido en nuestra sociedad occidental. ¿Para qué perder el tiempo estando callados, cuando tenemos una boca? Mire usted, el silencio es la revolución de la razón como acción de la excepción en el corazón, gana toda batalla con maestría. Hay silencios que hablan, como éste con el que le dejo en duda o inquietud como final.... Jesús Ascó Gabaldón. Xeresa.