Vivimos un tiempo de tragedias. En plural, porque el terremoto del coronavirus trae consigo réplicas que no deben subestimarse. Entre ellas está la erosión cada vez mayor de la convivencia, provocada por el crecimiento acelerado de la polarización política y social.

La polarización política crece día a día. Como escribió recientemente Fernando Vallespín, "estamos librando dos guerras, la guerra contra el virus y la de los políticos entre sí". La polarización social, por su parte, se palpa también en el ambiente. Desde las redes sociales hasta las tribunas de opinión, desde los grupos de Whatsapp hasta los balcones, desde los telediarios hasta las videollamadas familiares. La politización de la vida y la hiperbolización del discurso son dos de las consecuencias más evidentes de la polarización, porque vienen de la mano del efecto principal de este fenómeno, que es, en palabras de Bernaldo de Quirós, la "bipolarización social": la división de las personas por su pertenencia a grupos ideológicos cerrados e impenetrables, que son defendidos con ahínco tribal.

Pero, junto a este crecimiento exponencial de la polarización, se debe poner de relieve la gran oportunidad que la pandemia nos brinda de ponerle freno al odio. Ortega explicaba en La rebelión de las masas que "no lo que fuimos ayer, sino lo que vamos a hacer mañana juntos, nos reúne en el Estado." En esta época de lucha contra el virus, nos encontramos con que tenemos una tarea que hacer como sociedad, y ésta se ha convertido en una ocasión única para evitar esta subtragedia del odio que nos amenaza. Salimos a las ocho de la tarde a los balcones para aplaudir a personas desconocidas junto a vecinos también desconocidos, sin importarnos a qué partido hayan votado ni unos ni otros. Pasamos más tiempo que nunca junto a nuestras familias: se hace esencial fomentar los elementos que nos unen, y entre ellos no suele estar la política.

Los peligros de la polarización son claros: una atmósfera social irrespirable, una mayor dificultad de comunicación interpersonal y familiar, y una compartimentalización de la sociedad en grupos ideológicamente homogéneos. En resumen, la destrucción de la comunidad como tal, cuyo nexo de unión es, en palabras de Aristóteles, la "amistad cívica", la concordia. Por eso, en las actuales circunstancias, es imprescindible que nos preguntemos como familias y como sociedad: ¿por qué no centrarnos en lo verdaderamente importante? ¿por qué no mirar a todos los que opinan distinto como lo que son por encima de todo: seres humanos igual que nosotros? ¿Por qué no apartamos la política de la mesa, de la cocina, del salón, para reconducirla a un lugar donde sea posible el diálogo en lugar del conflicto? ¿Por qué no instamos a todos nuestros políticos a bajar las revoluciones verbales? Como dijo Ana Oramas en su última intervención en el Congreso, "necesitamos apartar a los tahúres, a los desleales, a los extremistas. Porque no es su momento."

Ahora más que nunca es necesario romper la dinámica schmittiana de amigo-enemigo, para ver a aquel con quien no estamos de acuerdo no como un adversario, sino como alguien con quien debemos cooperar si queremos construir algo que se sostenga sobre las ruinas de la tragedia sanitaria y económica. Es necesario y por una vez, quizás sea posible.